martes, 11 de septiembre de 2012

ESTHER (capitulo 41)

– Uno de nuestros equipos ha detectado un vehículo en una de las entradas orientales. Un grupo fuertemente armado ha entrado con alguien que podría ser una mujer, –susurro Sara–. Tiene que ser ella.

– Que los equipos tomen posiciones, – ordeno el de Pinkerton.

Diez minutos después, los equipos fueron informando por radio que ya estaban preparados. El de Pinkerton nos miro y dio la orden de atacar.

Sentada en el suelo, se sujetaba mínimamente apoyada en uno de sus brazos. A su lado, el cadáver de su violador la resultaba indiferente. De pie, Moncho la miraba con actitud de triunfo.

– Me ha costado mucho traerte hasta aquí, cariño. Pero ha merecido la pena.

Hizo una señal a los que estaban con el que se abalanzaron sobre ella y después de atarla las manos la colgaron de ellas del techo. Después la arrancaron a tirones la camiseta y la quitaron los ensangrentados pantalones dejándola desnuda. Un fino hilillo de sangre comenzó a gotear por su entrepierna.

– Vaya, parece que te dieron lo tuyo, –exclamo separando sus nalgas con las manos y provocándola un dolor insoportable que la hizo gritar. Con su mano, Moncho recorría su cuerpo mientras la rodeaba sonriendo complacido. Se situó ante ella y cogiéndola por el pelo la inspecciono el rostro, todavía amoratado por la violación del barco.

– Mátame ya ¿A qué esperas? –suplico Esther con un hilo de voz.

– A recuperar lo invertido en traerte aquí, –respondió Moncho riendo–. No te preocupes, morirás. Tengo un cliente especialmente … depravado, que pagara una fortuna por ti. Ya empieza a estar harto de chinas. Dejaré pasar unos días para que te recuperes, no me gusta entregar mercancía deteriorada.

– Eres un hijo de puta Moncho, –exclamo Esther reuniendo sus escasas fuerzas. Intento escupirle, pero la saliva no salio.

– Si cariño, lo soy, pero … –sus palabras se interrumpieron por un fragor de disparos que llegaban por los túneles.

Varios hombres llegaron corriendo unos segundos después y se pusieron a hablar con Moncho en idioma jemer. Se les veía muy excitados y hablaban con grandes aspavientos. Moncho miró a Esther y vio que se estaba riendo.

– ¿De que te ríes zorra? –la espeto con dureza agarrándola por el pelo.

– Ya esta aquí, y te va a matar, –le contesto sin dejar de reír a pesar del tirón de pelo.

– Pues tú morirás primero, puta, –levanto el arma y la apunto a la cabeza, pero uno de sus secuaces le apartó el brazo mientras le decía algo. A pesar del odio que Esther vio en sus ojos, asintió y bajo el arma. Hizo una indicación y sus secuaces la bajaron y, llevándola en volandas, salieron todos de la habitación. Recorrieron varias galerías, pero cada vez el tiroteo era más fuerte, hasta que al desembocar en una gran sala, sus cómplices comenzaron a caer abatidos por disparos certeros. Esther cayo al suelo mientras dos hombres se abalanzaban sobre Moncho intentando inmovilizarlo, pero se revolvió disparando sobre ellos y agarrando del pelo a Esther la metió la humeante pistola en la boca rompiéndola varios dientes. No dijo nada, solo miro con ojos crispados a los mercenarios que pararon el ataque. Con la pistola en la boca, Esther aullaba de dolor mientras sangraba abundantemente y, con una de sus manos, sujetaba a Moncho por la muñeca. Los mercenarios aguantaron la posición apuntando con sus armas largas a Moncho directamente a la cabeza, mientras los seguía mirando desafiante. Un par de minutos después llegamos nosotros, y sin pensarlo lo más mínimo me sitúe delante de Moncho mientras hacia una señal a los mercenarios para que se apartasen hacia atrás.

– Mira a quien tenemos aquí, –dijo Moncho sonriendo, pero visiblemente nervioso–. ¿Es esta zorra lo que quieres? Todavía no entiendo que puedes ver en esta puta muerta.

– Muy bien ¿Cómo vamos a solucionar este asunto? –le pregunte con calma.

– ¡Muy sencillo hijo de puta, la zorra y yo no vamos por la puerta o la mato aquí mismo! –chilló.

– Si la matas, estás muerto tu también, y te aseguro que no te gustara la forma, –le respondí fríamente sin apartar la vista de sus ojos–. No creo que quieras desperdiciar tus opciones.

– Tú déjame salir con ella y así no tendré que matarla, –contesto Moncho. Durante la conversación movía la mano con la pistola provocando gruñidos de dolor en Esther que seguía sangrando por la boca.

– Si la quieres matar hazlo ahora mismo, pero Esther no va a salir de aquí contigo. Pero ya sabes lo que te he dicho, tú vas detrás, y te garantizo que no te gustara.

– ¿No pensaras que te voy a dar a la puta por las buenas?

– Esa es la idea.

– Tú flipas hijo de puta, alucinas si piensas que te la voy a entregar.

Varios mercenarios mas entraron en la sala y se pusieron a hablar con el de Pinkerton y Sara.

– Eduardo, tenemos el control de todos los pasadizos, hemos liberado a varios secuestrados y tenemos el dinero y los ordenadores, –me dijo Sara acercándose un poco a mi posición–. Y si me dejas, le puedo poner una bala entre los ojos a este hijo de puta. Te lo garantizo.

– ¡Ya veo que te gusta rodearte de zorras!

– Te ofrezco vía libre hasta el exterior, ninguno de mis hombres te va a hacer nada, y nadie te va a disparar, –le ofrecí.

– ¿Y esa zorra? –pregunto refiriéndose a Sara que seguía mirándole con ojos amenazadores.

– También, te doy mi palabra.

– ¡Tu palabra no vale una mierda, cabrón!

– Pues es lo que hay, tú decides.

– ¿Me garantizas vía libre hasta el exterior, y que ninguno de tus hombres se interpondrá? –pregunto titubeante después de guardar silencio brevemente.

–Te lo repito, te doy mi palabra.

El ambiente era tremendamente tenso en la sala. Con la respiración agitada, Moncho seguía teniendo a Esther asida por el pelo mientras mantenía la pistola dentro de su ensangrentada boca. Me miraba con ojos exaltados mientras yo mantenía su mirada. Los mercenarios nos rodeaban expectantes a lo que pudiera ocurrir.

– De acuerdo, me has dado tu palabra, –dijo, y soltando a Esther separo los brazos del cuerpo mientras sostenía la pistola con el dedo índice.

Esther se arrastro un poco y uno de los mercenarios la cogió en brazos retirándola hacia atrás. Otros dos cogieron a Moncho por los brazos inmovilizándole. Me acerque a él y puse mi cara a escasos dos dedos de su rostro.

– ¿Sabes que? Debí matarte aquella mañana en mi casa, –me dijo con insolencia.

– ¿Sabe que? Debiste hacerlo, –y agarrándole por el pelo, saque mi cuchillo militar y comencé a introducirlo lentamente hacia arriba por la parte baja de la mandíbula. Pataleaba furioso con los ojos desorbitados mientras su boca se inundaba de sangre y los mercenarios lo sujetaban fuerte por los brazos. La punta del cuchillo hizo tope, pero apretando con fuerza lo metí hasta la empuñadura mientras a Moncho los ojos se le ponían en blanco.

– Soltadle, –ordene a los mercenarios y el cuerpo cayo hacia atrás. Tumbado en el suelo, durante unos segundos su cuerpo se movió con espasmos eléctricos.

– Ya tienes vía libre, y nadie te ha disparado, –le dije.

Recogí a Esther de los brazos del mercenario y volviéndome al de Pinkerton le di las últimas instrucciones.

– Ya sabes lo que tienes que hacer, y de él, que no quede nada.

Protegidos por Sara y varios mercenarios, salimos al exterior. No se veía ni policía y ejercito en las inmediaciones, aunque la entrada estaba llena de los cadáveres de los secuaces de Moncho que protegían el exterior. El silencio solo era roto por la intensa lluvia que caía y que hacia que el calor fuera más sofocante. Mire a Esther y me percate que había perdido el conocimiento. Casi mejor así. Las gotas de agua golpeaban con fuerza sobre su pecho desnudo. Llegamos a donde estaba el helicóptero, donde ya se habían acomodado algunos heridos y después de abordarlo despegamos en dirección al barco. Aterrizamos en el barco donde me esperaba Isabel que me condujo al interior donde un médico atendía a los heridos. Como las heridas de los otros no eran importantes, el médico se puso con ella de inmediato. Mande un mensaje a la hermana de Esther informándola de que ya estaba liberada, pero por el momento no la dije nada sobre su estado.

– Tiene un desgarro de dos centímetros en el ano y la he puesto unos puntos. En cuanto a los hematomas de la cara y del abdomen, solo son contusiones, no tiene fracturas ni lesiones internas. Lo peor es la boca. Ha perdido cinco dientes, dos arriba y tres abajo. Los de arriba están rotos, pero las raíces están dañadas, seguramente habrá que extraerlas. Los de abajo los ha perdido enteros y los alvéolos están muy dañados. Habrá que reconstruirlos y yo aquí no lo puedo hacer. Esta agotada, creo que estos últimos días no ha comido muy bien.

– ¿Puede viajar? Me la quiero llevar a España lo antes posible. Tengo un avión preparado en Nang

– Si, pero reposo total. Que viaje tumbada, le daré algo para sedarla durante el viaje. Y en España, que la atiendan rápidamente para confirmar mi diagnostico.

– Así lo haremos, no se preocupe.

Veinticuatro horas estuvimos en el barco que se había separado de la costa por motivos de seguridad. En ese tiempo, Isabel y yo estuvimos haciendo gestiones para que la salida de Esther de Tailandia fuera legal. En España, la cosa quedó como que en un operativo de la policía camboyana la habían liberado y todos los secuestradores resultaron muertos.

En Camboya nuestro operativo siguió unos días mas. Gracias a la ingente información proporcionada por los equipos informáticos, todos los cómplices de alto nivel cayeron bajo las balas de mis mercenarios. En cuanto al barco donde sacaron a Esther de España, dos semanas después atravesó Suez y se adentró en el mar Rojo. Cuando cruzaba el mar Arábigo, y ya lejos de las unidades navales de los EE.UU. que allí, por razones obvias son ingentes, Sara, al mando de un grupo de sus mercenarios, asalto el barco y mató a toda la tripulación. Después lo volaron y se hundió sin dejar rastro.

En una cámara acorazada destartalada que tenían en una estancia de los túneles, y que no fue difícil dinamitar, se encontraron 63.000.000 $. Con ellos se cubrieron los gastos de la operación, y se entregó una gratificación extra a cada uno de los mercenarios. Sara, que lidero el asalto al barco recibió 200.000 $ y el de Pinkerton 500.000. Con el resto forme un fondo de inversión en las Caimán para financiar nuestras ONG y los procesos judiciales en EE.UU. y Europa contra pederastas y tipejos de ese calibre. Con el material informático incautado, Colibrí y sus hackers trabajaron a destajo. Descubrieron algo más de dinero, que tardo poco en desaparecer. Pero lo más importante, consiguieron una montaña de información. Cientos de nombre de clientes, cuentas bancarias, datos de empresas, propiedades de todo tipo. El escándalo en EE.UU. fue colosal, una decena de congresistas, dos senadores, otro gobernador, financieros de renombre y un obispo. Pinkerton formo un numeroso equipo de abogados e investigadores que desmenuzaron durante dos años toda la información conseguida por Colibrí. Los que terminaron ante la justicia, tuvieron suerte. Los otros fueron cayendo, en un goteo incesante, bajo las balas del grupo de Sara, a la que encargue ese cometido.

Cuando llegamos a Madrid, directamente ingrese a Esther en una conocida clínica privada. A pie de pista, una ambulancia la trasladó, junto con su madre y su hermana que la estaban esperando. Estuvo varios días ingresada. Una mañana, Isabel llegó con María, que aunque con dolores ya se podía mover. A causa del estado de las dos, no se pudieron besar y casi tampoco abrazarse, pero se notó que la alegría las embargaba.

Cuando la dieron el alta la lleve a Salamanca para que su familia no tuviera que estar desplazada en Madrid para atenderla. Además, Esther necesitaba tranquilidad y poner su cabeza en orden, la experiencia sufrida y la certeza de la muerte trastorna a cualquiera. Durante varios meses, una psicóloga se encargó de ayudarla en esa función.

Unos días después de nuestra llegada a Salamanca, me encontraba en el sillón leyendo cuando apareció Esther, desnuda, se aproximó a mí y se sentó sobre mis piernas no sin cierta dificultad.

– Mi amor ¿Por qué no te sientas con el flotador? –la dije abrazándola.

– Estoy harta de ir con el flotador a todas partes, mi señor, –me contesto acurrucándose contra mi pecho. Me hace gracia como se le escapa la ese por las mellas–. ¿Sabes cuanto hace que no me follas?

– Claro que lo sé mi amor.

– Desde el secuestro mi señor, y ya va para tres semanas, –después de una pausa, añadió–. Yo creo que ya podíamos hacer algo.

– Si mi amor, me la puedes chupar, –la dije riendo–. Sin los dientes lo tienes que hacer de cojones.

– ¡Ja, ja, ja! Me parto de la risa, –dijo incorporándose, abriendo la boca desmesuradamente y mostrando el hueco entre sus dientes con un par de puntos de sutura que todavía la quedaban.

La cogí la cara con mis manos y empecé a besarla con cuidado. Respondió a ellos de inmediato, pero cuando intento poner más pasión paró por los dolores.

– Anda, no seas borrica y déjame hacer a mí, –la dije acariciándola.

Seguí besándola pero Esther no se podía controlar y se disparaba. Deje sus labios y baje hasta su cuello. Que bien huele y que ganas tengo de ella. Con dificultades se puso a horcajadas sobre mí y cogiéndome la polla con la mano de la introdujo en la vagina. Intento culear despacio, pero vi que la dolía y la pare, porque aunque Esther acepta el dolor sin problemas, no quiero que se le abra la herida. La cogí en brazos y la lleve a la cama. Me sitúe entre sus piernas, comencé a chuparla la vagina, e instantes después alcanzo su primer orgasmo en tres semanas. Insistí hasta que encadeno varios. Después me tumbé a su lado y la puse la polla en la mano. Mientras la besaba con precaución, me iba masturbando despacio. Su mano recorría me pene lentamente, y cuando llegaba arriba su pulgar acariciaba mi glande. Cuando me corrí, sumergí mi rostro en su cuello y la bese con pasión.

– ¿Me quieres mi señor?

– Te quiero más que nunca mi amor. ¿Por qué lo preguntas?

– Me gusta oírtelo decir, mi señor.

– ¿Por qué? ¿Dudas de mi amor?

– Ya no mi señor, –y después de una pausa añadió sonriendo–. Y antes tampoco.

– Es una lastima que hayas perdido tus paletitas, –la dije a la vista de sus mellas cuando sonrío–. Me gustaban, eran muy graciosas.

– Pues me las pondré igual mi señor.

– Póntelas como tú quieras mi amor.

– Si mi señor. No hemos hablado de lo que paso esos días.

– Que lo pasaste mal, es lo único que necesito saber. Pero tú tienes que soltar todo lo que tienes dentro. Sigue trabajando con la psicóloga y, cuando estés preparada, yo siempre estoy aquí, soy todo oídos, –la dije colocándola el flequillito–. Y si es posible no te la folles hasta que termine su trabajo.

– ¡Jo! Es simpática mi señor, pero podría ser mi abuela, –contesto poniendo cara de maliciosa–. Pero por ahora solo quiero tu polla y no la puedo tener.

– Tranquila, todo llegara.

La atraje de nuevo hacia mí y la bese los labios con cuidado. Descendí nuevamente hasta su cuello mientras mi mano se alojaba en su vagina acariciándola suavemente. Segundos después su respiración comenzó a hacerse más profunda mientras ella intentaba pegar su vagina a mi mano. La coloque bocarriba sobre mis piernas y recorrí su cuerpo con mis manos como quien toca un piano. La ordene que no se moviera mientras con una mano la estimulaba el clítoris y con la otra los pechos, los pezones, las axilas y el cuello. Comenzó a encadenar orgasmos, pero se los fui espaciando a mi antojo. Estuvimos así mucho tiempo. Nunca me canso de hacerla gozar. Finalmente, la introduje un dedo en la vagina mientras pasaba el brazo por debajo de sus hombros y la atraía hacia mí para observar, muy de cerca, la expresión de su rostro cuando se corre y respirar sus gemidos. Me encanta atrapar ese sublime momento de éxtasis, como sus ojos de entrecierran y boca se abre en un gemido potente. Como va recobrando la calma lentamente entre mis brazos y su inmensa mirada de amor. Aún no comprendo como he podido estar más de cincuenta años sin ella.


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