miércoles, 11 de enero de 2012

La bella y el feo

Era un día de mayo como cualquiera. Calores infernales y calles ardiendo a rayo de sol. Esta historia tiene dos protagonistas: ella, casada, madura en flor, sus treinta recién cumplidos le hacían diario la exigencia de vivir la vida a tope, al máximo. Él, un hombre sin mayor atractivo; de hecho, tenía de nacimiento una pierna más corta que la otra; un rostro ajado a base de intemperie y mala vida. Era bajito, muy bajito, no llegaba al metro y medio. Se le conocía en su barrio como alguien de pocas pulgas, de mal genio y amargado. Nunca le habían conocido ni familia, ni amigos, mucho menos alguna mujer. Era más bien mugroso, barba mal cortada, ya algo canosa a pesar de su juventud. Tenía apenas unos 22 ó 23 años. Trabajaba de mandadero en un despacho de abogados, en el segundo piso del mismo edificio donde ella trabajaba, finamente vestida todos los días, impecable, hermosa, atractiva a los ojos de los hombres que subían y bajaban del mismo edificio de oficinas. Ella estaba en el último piso, el 8º.

Cuando ella llegaba, temprano, el sonido de sus tacones avisaba a las miradas hacia dónde debían dirigirse. Acompañaban sus pasos hasta el ascensor donde se perdía y no volvía a aparecer hasta la hora de la comida, regresaba en el mismo ritual de ojos recorriéndola, se había acostumbrado a ellos, y por la noche la seguían en sus pasos hacia la calle, como a eso de las 9 de la noche, todos los días, incluyendo algunos sábados y medio día algunos domingos.

Los abogados trataban bien a Jorge, no Jorgito ni George, ni nada: Jorge a secas, igual que él. La mirada deshidratada, fría, los labios partidos, las manos hinchadas por los trabajos de su vida desde pequeño, seguramente, cargador, albañil, pintor, plomero, zapatero, sabrá dios. Tenía una cicatriz a lo largo del párpado que salía hasta la sien, ganada seguramente en la calle. La nariz chueca tal vez de nacimiento, tal vez de golpes, los labios gruesos, la piel curtida, oscura. Los rasgos de un salido de reclusorio, pero sin el gesto de maldad, más bien de suerte negada, de tristeza.

Luego de dos años de trabajar en el mismo edificio, ambos se identificaban, aunque nunca se habían hablado; ¿cómo?, nada tenían que ver. El contraste era evidente, ella una muñeca de porcelana, fina, blanca, delicada, con sus tacones era de casi 1.80 de estatura, cabello castaño con algunas mechas más claras, piernas casi prodigiosas, carnosas, duras; delgada, curvilínea, cuello largo, facciones suaves y femeninas, ojos de hechicera, senos de miel.

Como se narra en esta historia, nunca se habían hablado, casi ni visto, tal vez él había posado sus ojos como todos si alguna vez la tuvo ante sí, o mirándola bambolear las caderas en su paso apurado por el estrés que le provocaban sus obligaciones, o sus piernas asomándose por los tajos de sus faldas, o sus senos bailando al ritmo de cada paso decidido, elegante y despreocupado de los demás. Tal vez un “buenos días”, si alguna vez habían coincidido en el ascensor, pero no vale, no cuenta si ni siquiera se vieron a los ojos, si lo dijeron automáticamente por mera cortesía, más de ella que de él, que era en términos sociales un “pelado” en apariencia, aunque respetara a los demás y se quedara siempre callado.

¿Cuándo fue que se dieron giros inesperados en el universo de lo razonable, de lo inconcebible, de lo improbable, de lo posible y lo imposible?, no sabemos con precisión. Tal vez una discusión en casa de ella, un desencuentro con su pareja, una ausencia prolongada, una explosión hormonal inesperada, un acuerdo cómplice de dos. Un día de esos tan comunes de mayo, en que las mujeres salen casi desvestidas de casa por el calor insoportable y por el gusto aprovechado de gustar y llamar la atención.

Un día ella rompió el silencio cuando al abrir el ascensor en el segundo piso, yendo hacia abajo para salir a comer, con el reducido espacio a tope por el número de personas descendiendo, se lo topó de frente. Él buscó un resquicio dónde meterse entre la gente, pero no se movió nadie, a nadie le interesa abrir espacio para un adefesio como ese. Hombrecito insignificante, poca cosa. Cuando se estaba resignando a quedarse fuera teniendo que esperar el siguiente turno, ella lo llamó haciendo un breve espacio a su lado, casi imposible para que él cupiera a pesar de su pequeñez, y es que podía ser bajo de estatura, pero era notoriamente ancho de espaldas, como si hubiera hecho pesas los últimos años, como si haciendo fuerza contra sí mismo hubiera descargado todas sus frustraciones, ensanchando sus músculos que asomaban en brazos que llenaban su camiseta negra. Lo pensó mucho, pero se metió ante la desesperación de todos por cerrar la puerta y recorrer esos últimos dos pisos hasta la planta baja.

No fue agradable para nadie, ni para ellos dos. Ella lo tenía de frente, casi pegado a sus senos. Se había despojado del saco de su traje y estaba en blusa blanca de tela delgada, alguna mezcla de seda con algodón o lino, sabrá el que lo fabricó y ella, que gustaba de tactos suaves sobre su piel, la tela se transparentaba y se notaban los bordes de su sostén blanco, de media copa. Él podía asomarse por su escote y darse un banquete si lo quisiera, pero lleno de vergüenza volteó su cabeza para mirar el frío metal de la puerta, en vez de la calidez de la piel tersa y el volumen generoso de curvas afrodisíacas. Aún así su hombro se recargó en sus senos, ambos lo sintieron. Ella no podía moverse, él tampoco, ni quería. La calidez les provocaba una sensación agradable y placentera, morbosa. La mano de él que caía normal y naturalmente rozaba la tela de la falda de ella, en el borde, donde terminaba la tela para dejar sin protección alguna las rotundas piernas. No se atrevió a aventurar un roce con el dorso de su mano, hubiera sido demasiado. Y tampoco hubo tiempo. En cuanto las puertas abrieron salieron todos desperdigados como balines lanzados al azar. Él cojeando delante de ella, que lo alcanzó en un breve tramo de calle por sus largos y felinos pasos. Cuando pasó a su lado estaba ya cerca de la entrada del lugar donde almorzaba casi todos los días. Ella le brindó una sonrisa generosa, y acomodó con una mano su hermoso cabello junto a su cuello. Era el momento o nunca más sería, él con rostro impávido simplemente la miró a los ojos, frío e implacable.

- Gracias por lo del elevador, aquí nadie tiene consideraciones para alguien como yo.
- ¿Como tú?, ¿por qué dices eso?.
- Si no te has dado cuenta, tengo problemas físicos, mis piernas no crecieron como debían. No fue polio ni nada que se pudiera tratar. Simplemente ocurrió así y los doctores nunca supieron cómo sucedió ni cómo remediarlo. Quisieron operarme muchas veces, partirme la pierna en 5 partes y dejar que sola se regenerara, pero no, mis padres nunca quisieron hacerlo por los riesgos y porque no había dinero para eso.
- Lo siento, en verdad. Pero no es tan evidente, eres tan normal como cualquiera -. Ella era un ángel, considerada, educada, no discriminaba por el físico sino más bien por el intelecto. – Aquí hay muchos idiotas que deberían estar lejos, tú no debes sentirte mal por ello.
- Gracias, nunca pensé que alguien como usted fuera tan amable.
- Como yo… ¿acaso me veo como una desconsiderada?.
- No quise decir eso, simplemente usted es tan bella que alguien como yo esperaría otro trato muy diferente.
- Otra vez “alguien como yo”, deja de menospreciarte, así no llegarás a ninguna parte. Y déjame de hablarme de “usted”, me llamo María-, y extendiendo su finísima mano le ofreció un saludo que él no eludió.

Cuando las manos se estrecharon él sintió la tersura de la piel blanca entre su tosca mano. Y ella sintió la rugosidad de la piel morena, las callosidades y resequedad de él. Se habían quedado hablando frente a la entrada del restaurante donde ella comía. Él no, él comía en una fonda a dos calles de ahí.

- Debo comer de prisa, el trabajo está pesado y debo regresar pronto a la oficina a terminar.
- Sí, yo también, los abogados siempre andan pidiendo cosas y no puedo llegar tarde.
- ¿Cuánto tiempo tienes para comer?
- Dos horas que aprovecho para comer rápido y luego caminar bastante para evitar los dolores en mis pies y piernas.
- ¿Vas lejos?-. la pregunta de ella llevaba alguna intención que ella misma no tenía, y se sorprendió de su candidez y su mala manera de terminar una conversación.
- ¿Comes sola?-, reviró él en un inteligente giro inesperado para ella.
- Sí, siempre, ya estoy acostumbrada.
- Yo también voy a comer aquí (señalando el mismo lugar de ella), si no te causo inconveniente podríamos seguir platicando mientras comemos.

Ella lo dudó un segundo, por no darle alas a ese hombre que le había provocado cierta curiosidad. Un hombre distinto siempre llama la curiosidad de la gata. No fue la excepción a pesar de su fealdad física. Hablaba con cortesía, no era un vulgar a pesar de su pinta. La mezcla era interesante. Ella no fue indiferente a ello y accedió. Tomaron una mesa para cuatro, sentados separados, de frente. Los ojos de él brillaban al verla. Se había acercado unos kilómetros a una estrella maravillosa a años luz de él. No estaba mal. Pagaría caro, pero valdría la pena. Ella valía el viaje al infierno si fuera necesario.

Platicaron de muchas cosas. De la infancia, de los amigos, de la vida presente de los dos. Él se enteró de la relación de ella, claro, no era libre, era obvio, una belleza así. Ella se enteró de la soledad de él, de su abstinencia no consentida, de la falta de novias toda su vida. ¡Qué terrible!, pensó. Ser joven, con toda la vida por dentro y sin poder disfrutarla con alguien por los prejuicios de la gente. Ella no era ajena a esos prejuicios; su pareja era un hombre de los que se dicen “hechos a mano”, guapo, inteligente, preparado, elegante. Si los pusiera juntos no habría comparación. Aún así detectaba en este hombre pequeño y desaliñado algunas virtudes; era muy varonil, no había ningún rasgo de “belleza” convencional en él, también era cuidadoso con su boca. Ya se había fijado en sus dientes blancos y en su aliento fresco a pesar de que él nunca sonreía. Su ropa, aunque humilde, era una mezcla de rockero con muchacho triste, oscura pero limpia; zapatos viejos, gastados pero bien boleados. Platicaron tan a gusto que no se dieron cuenta cuando dieron las 4 y había que volver al trabajo. Cada quien pagó su cuenta, aunque él tuvo el atino de ofrecerse a pagar todo. Fue ella quien no lo dejó. Y entre broma y broma con el dinero puesto en la mesa se manotearon un poco. Ella se sonrojó un poco y él no perdió detalle de sus reacciones a su contacto. Caminaron de vuelta, pidieron el ascensor y como llegaron apenas a tiempo se juntó otra vez gente que llenó el pequeño espacio. Él fue el último en subir, como siempre, para todo, al final de la cola. Pero tuvo la recompensa de quedar nuevamente cerca de los senos de ella, perfumados, enajenantes. Tuvo que voltearse para ocultar una incipiente erección levantando su torcido pantalón, con la excusa de tener que bajar primero. Entonces ella se vio haciendo un movimiento involuntario pero inevitable. Dio un pequeño paso al frente y le recargó los senos en la espalda. Su cabeza le quedó muy cerca de su nariz, y comprobó con gusto que estaba perfectamente limpio, despeinado pero oliendo a jabón aún a pesar del calor y de ser ya la tarde. El roce de esa espalda ancha contra sus pezones la hicieron sobresaltarse, inmutable, inmóvil en su decencia y papel de señora seria. Se abrió la puerta en el segundo piso, él bajó dando las buenas tardes en general, y volteando de reojo al tiempo que se alejaba con su irregular paso mirando sus ojos hasta que la puerta del ascensor los separó.

Pasaron dos días sin verse. Hasta que al tercer día ella tuvo que salir varias veces por asuntos de papelería que requería del primer piso. En cada viaje oprimió el botón del segundo, con la idea de saludar al cojo infeliz, al pequeño zambo que se iluminaba al mirarla a los ojos. Las primeras dos veces no tuvo suerte. Fue al tercer viaje cuando se abrió la puerta en ese segundo piso y ahí estaba él, esperando el ascensor para ir abajo por unos encargos. Ella lo saludó muy alegre y él sonrió por primera vez, exclusivamente para ella. Un escalofrío la recorrió de los pies a la cabeza. ¿Qué tenía de especial este hombrecillo?, nunca nadie de su edificio le había atraído, ni siquiera de vista, aunque no había faltado el galán que se le había acercado con fines de conquista y ella lo había despachado con toda autoridad. Se había ganado la fama de frígida, soberbia, en fin, intratable. Con él era totalmente distinta, cálida, amable, casi abierta, y ella se había dado cuenta de su efecto en él, de la forma en que su rostro se transformaba al mirarla. Le gustaba eso, no encontrar malicia, o alguna pequeña e irreprimible, pero con educación y caballerosidad. No lo había sorprendido perdido en sus senos o en sus nalgas, aunque bien sabía que él ya los tenía examinados. Con el pretexto de una carga pesada de papeles que ella pícaramente le avisó que tendría que subir a su 8º piso, él no perdió la oportunidad, a pesar de su trabajo, de ofrecerse a ayudarla. Dieron tres viajes completos desde el primer piso hasta el octavo, ida y vuelta. Viajaron en el ascensor vacío, pensamientos carnales estaban en la mente de ella (¿alguna vez este hombre joven y viejo a la vez habrá tocado a una mujer?), y seguramente él pensaba sus propias fantasías con ella. Cada uno recargado en una pared del ascensor, ella coquetamente con una pierna delante de la otra, haciendo que la abertura de su falda mostrara la mitad de sus muslos carnosos y apetecibles; él tratando de mirarla a los ojos aunque era imposible no recorrer toda esa belleza en blusa ligera y falda ajustada y reveladora. La recorrió con prisa con la mirada hasta sus pies. Le dijo algo de sus zapatos que ella no escuchó por estar en sus propios pensamientos.

- Son zapatos perfectos, justo para ti.
- A, ¿sí?, ¿cómo es eso?.
- Eres bellísima, un sueño para cualquiera, Es un honor que me hables y platiques conmigo, no tienes idea cómo me has cambiado la vida estos días.
- Pero si hemos hablado sólo hace dos días y ahora.
- Así de maravillosa eres. Te lo voy a agradecer siempre.

La conmovió hasta sus raíces, cuando iba a dejar el piso de ella habiendo descargado todos los papeles, ella lo siguió hasta el ascensor y se metió con él, provocando su reacción inmediata y su desconcierto.

- ¿Qué pasa, María, te faltan papeles?
- No, sólo te voy a acompañar a tu piso, y luego me regreso. Para darte las gracias.
- Pues muchas gracias, es un honor ser acompañado de dama tan bella.
- Calla tonto, quiero hacer otra cosa, pero cierra los ojos.

No lo dudó ni un momento. Confiaba en ella, en la transparencia de sus ojos, la claridad y armonía de esa voz que escuchaba aún si ella ya no estaba. Cerró sus ojos, sintiendo el ascensor descendiendo lenta y pesadamente como siempre. Luego percibió más de cerca el perfume embriagador de ella. Un calor lo recorrió por todo el cuerpo y el pene le saltó en una descarga repentina de electricidad. Escuchó su voz muy cerca de su cara, sintió su aliento dulce y amentado rebotar en su cara.

- No abras lo ojos. Eres especial, no eres menos que nadie. Y te quiero dar las gracias por ser tan buena persona a pesar de lo que hayas pasado por tu vida.

Tuvo que agacharse bastante para depositar un beso en la mejilla de él, cerca de la comisura. Sintió su barba desigual picar sus jugosos labios. Le gustó el contacto y lo dejó un tiempo imperceptiblemente largo. Él se quedó quieto, trató de devolver el beso pero encontró aire. Se mareó terriblemente.

- Nunca una mujer me había besado. Bueno, mi madre y mi abuela. Pero nunca una MUJER.
- Ya Jorge, es un beso nada más, te lo doy con mucho gusto.
- María….

Pero el ascensor se abrió y tuvo que callar lo que quería decirle. Que la amaba, sí, que nunca una mujer estuvo tan cerca de él, porque todas le rehuían. Menos una tan bella y deseable. Estaba perdido por ella, enamorado sin remedio.

Todavía ella lo detuvo un segundo para decirle algo que alegró más su día, si es que todavía cabía más emoción y felicidad:

- ¿A las dos comemos?.
- Seguro.
- Entonces el que llegue primero aparta mesa.

Lo dejó mirándola irse moviendo las caderas como se mira un espectáculo irrepetible. Subió a su oficina pensando si había sido correcto todo eso, el beso y la invitación a comer. Sabía que iba en un rumbo desconocido pero en el que podía adivinar lo que seguía. Como un túnel oscuro donde se camina con una linterna que nos advierte apenas el siguiente paso a dar. ¿Podría dar pasos al frente sin arrepentirse, sin hacerle daño a ese hombre rudo pero de cristal?, ¿podría sacarse de encima esa curiosidad terrible de seducir a un hombre completamente improbable, casi de otro mundo al suyo? No quiso pensar en esas cosas, en vez de eso pensó en los labios agrestes de ese hombre y deseó un beso de ellos. Loca, se decía a sí misma, pero llegar a esa edad con la vida que había vivido, sin restricciones, sin represiones, libre y completa, le permitía tomar cualquier decisión, siempre bien calculada.

Antes de salir a comer ella se fue a arreglar al servicio de mujeres. Alisó su cabello y lo peinó en coleta de caballo, apenas sueltos unos cabellos sobre su frente. Retocó sus labios con brillo, estaba fresca, radiante, su falda corta le hacía ver las piernas interminables. Casi no las usaba para el trabajo, pero esos días inconscientemente se arregló más que de costumbre. Los zapatos eran un poco más bajos. Se veía casual, atractiva. Buscó encontrarlo en el ascensor, pero era casi obvio que se había adelantado a ella para elegir mesa. Se sentía algo extraña porque no cargó su bolsa, decidió sólo cargar dinero en una pequeña bolsa oculta de su falda. Los brazos le sobraban, al menos uno, pero armonizó rápido su andar, con las manos sueltas a su costado y dejando que el cuerpo se moviera solo, femenino, erguido, inalcanzable, los hombros hacia atrás y los senos hacia adelante. Entró en el restaurante buscando a su nuevo admirador, no lo vio entre la gente que ya se arremolinaba por entre las mesas buscando un lugar libre. Subió a la planta alta, sabiéndose observada todo el trayecto por muchos ojos en su trasero que se meneaba al subir cada escalón. No faltó un fino que le silbó a lo lejos oculto en el anonimato. No le importó, ya lo había vivido sinnúmero de veces antes. Asomó la cabeza por un muro a media altura y lo vio agitando ansiosamente la mano. Lo saludó de lejos con la suya y acompañó el gracioso movimiento con una sonrisa amplia y deslumbrante. Caminó hacia él con andar sereno, decidido, sin dejar de mirarlo a los ojos, observando cómo se removía en su silla y caballerosamente se levantaba para esperarla de pie. Se extendieron las manos en señal de saludo respetuoso y ceremonioso y él se animó a besar esa mano de porcelana, apenas rozando sus grandes labios y aspirando el suave aroma de la piel y el perfume. Cerró los ojos un segundo y luego la saludó.

- Hola, María, es un honor repetir este placer de comer en tu compañía.
- Hola, Jorge, ningún honor, muchas gracias, es buena tu compañía.

Descubrió en él a un hombre muy distinto a su apariencia. Bromista, de un humor algo negro pero muy inteligente. Buen conversador, sabía cuándo hablar y cuándo escuchar. Y también se dio cuenta de que la profundidad de sus ojos al mirarla se hacía infinita, como en esos sueños donde uno sueña que cae infinitamente y quiere seguir cayendo para descubrir el final del viaje. No se dio cuenta cuando, durante del postre, los dedos de él se posaron sobre sus uñas, sí, no sobre la piel de la mano, tímidamente sobre las uñas.

- No vas a querer escuchar esto.
- ¿Qué, Jorge?
- Estoy enamorado de ti.
- No digas tonterías, ni me conoces.
- Te conozco lo suficiente y tú sin conocerme me hablaste, me diste tu confianza, me diste un beso que no quiero que el tiempo borre jamás, y es la segunda vez que aceptas comer conmigo, de hecho, que me invitas.
- La primera vez tú quisiste comer juntos.
- Nadie en mi vida me había tratado así. Además de ser una mujer hermosísima, eres una buena persona, por eso te amo y cada que te pienso quisiera tener algo que sé que es imposible contigo.
- ¿Qué dices, bobo?, te hablo porque eres buena persona a pesar de tu coraza exterior. Pero estoy en una relación y estoy muy bien. Por favor, no me hables de amor, me vas a incomodar.
- ¿Y si te hablo de pasión, de una pasión irremediable que no me deja dormir y me inmoviliza, que nunca he tenido una mujer en los brazos y que te pienso todo el tiempo y eso me hace hervir la sangre?
- Al menos la pasión es más natural, más orgánica, más explicable, no sé, no te veo con los mismos ojos.
- Sé que no tengo el tipo para alguien como tú, pero no puedo quitarte de mi cabeza, los días que no te he visto han sido terribles, a veces huelo tu perfume en el ascensor y mi cuerpo reacciona sin control.
- ¿Te parece si comemos?, esta conversación nos va a quitar el hambre y el tiempo. No puedo, no puedo verte así. Trabajamos en el mismo lugar, nos vemos bastante seguido, el hecho de estar en este lugar tan cerca de la oficina va a hacer que hablen de nosotros como si hubiera un “nosotros”. No quiero que nadie hable de mí. Tengo un lugar importante, no puedo descuidarme. ¿Por qué los hombres no pueden ser amigos simplemente?
- Porque las mujeres tampoco. Siempre va a existir atracción y deseo. Tú lo has de vivir en todas partes y con todos tus conocidos hombres, incluso en tu oficina. Te es imposible borrarte y pasar inadvertida. En cambio yo, soy lo opuesto, nunca nadie me ha visto como te ven a ti. Perdóname, pero tenía que decírtelo, moría si no. Si no quieres hablarme más, lo entenderé, no sé cómo ser un seductor con las palabras, nunca he podido perfeccionar ningún arte de conquista porque ni siquiera he tenido oportunidad. Perdóname, por favor, María. Vamos a comer en paz.

Ella sentía que debía cortar ese tema de una vez. Iba sin control y muy deprisa. Pero su cuerpo hizo algo sin pensarlo. Se cambió de silla a una junto a él, se acercó a su cara, le clavó sus ojos en los suyos y con su mano le acarició la mejilla, luego esa mano se apoyó en la pierna corta de él, la sintió flaca y torcida, huesuda. No quitó su mano, más bien apretó en una caricia. Y le dio otro beso en la mejilla que no había besado.

- Eres muy especial y no sé qué hacer contigo. Vamos a comer.

Con una sonrisa más bien serena se apartó un poco para ordenar su pensamiento y sus alimentos. Se olvidaron del asunto incómodo y platicaron de otras cosas, del mundo, de las cosas buenas y malas del mundo. Filosofaron un poco de la vida, de las cosas pasajeras, de lo relativo que es todo. Agotaron su tiempo sin poder impedir el transcurso de los minutos. El restaurante se iba vaciando, ellos se quedaron solos en ese rincón de la planta de arriba.

- Puedo llegar un poco tarde, si quieres platicar un poco más -, dijo ella retadora e incitante.
- No me importa nada más que prolongar este tiempo contigo.
- ¿Entonces puedo pedir otro anís?
- Doble, por favor, y yo un brandy.

Siguieron platicando animados y alegres. Ella estaba más tranquila, dueña de la situación. Cuando le platicaba algunas cosas que requerían énfasis apoyaba su mano en la de él, haciéndolo ponerse rígido y desconfiado. Luego la retiraba y seguía platicando sin mayor atención a su accionar. Se relajó bastante, alejó un poco su silla de la mesa y cruzó sus piernas ante la mirada atónita de él, que por más que se obligaba a mirarle a los ojos, éstos iban por propia voluntad recorriéndola hacia abajo. Empezaron a agotar ciertos temas triviales y entraron peligrosamente en la ruta de las intimidades.

- ¿Entonces nunca has tenido una novia?
- No, nunca he tenido una mujer que por su voluntad quiera mi cariño.
- ¿Por su voluntad?
- Quiero decir que tampoco soy virgen, te voy a confesar algo: recurro a las profesionales de vez en cuando, sobre todo si las ansias ya no me dejan en paz.
- Ah, ya veo, ¿y cuáles profesionales?
- Pues no me alcanza para unas finas, de esas que son casi tan bellas como tú. Voy a las de la avenida que queda a tres calles de aquí. Son buenas, limpias, tienen control sanitario, y usan hoteles bastante decentes.
- Vaya, no había pensado en eso. Cuando me dijiste que nunca habías tenido una mujer en los brazos pensé que en serio, nunca la habías tenido.
- Es cierto lo que dije, no es lo mismo tener un cuerpo a cambio de dinero. Quisiera tener una mujer que se entregue por su voluntad, que me desee aunque sea en una borrachera, aunque esté algo loca.
- ¿Eres infeliz por eso?
- Sí, a veces no encuentro sentido a la vida sin una pareja real.
- Pero eres preparado, inteligente, interesante, buen conversador. Alguna mujer te has de encontrar.
- Pues ya me estoy haciendo viejo esperando.
- Vieja yo, que soy bastante mayor que tú.
- No se nota, y tú nunca serás vieja y fea, serás hermosa por siempre.
- Te podría dar un beso por ese piropo tan lindo.
- No es piropo, es lo que veo. Y el beso lo ansío desde que te vi por primera vez.
- ¿Cuándo?
- Hace casi dos años, estabas preciosa con un traje sastre rojo y una pañoleta negra en el cuello.
- ¡No lo puedo creer!, ¿me habías visto desde entonces?
- Sí, pero alguien como yo sólo se permite ver de lejos y fantasear en su mundo imposible.
- No digas eso, no me gusta que no tengas amor propio, no sabes la impresión tan grata de conocerte y descubrir una bella persona detrás de tu cara enojada.
- Gracias por ver eso, María, gracias.

Sus ojos se pusieron cristalinos, se tomaron una mano y se apretaron como buenos confidentes. Sin decirse más, fue ella quien lo atrajo para darle un beso en los labios. El mesero que rondaba por si le pedían la cuenta se sintió fuera de sitio y se fue, dejándolos en silencio, apenas roto por el discreto sonido de sus besos. Ella probó los gruesos labios partidos de él, quien se dejaba besar y no se atrevía a devorarla ahí mismo para no interrumpir su deseo. Se separaron mirándose a los ojos. En silencio ella se levantó de su silla y poniéndose a su lado, tomó su vaso de anís, bebió hasta el final de su trago dejando un poco del licor en su boca y agachándose lo volvió a besar ahora con más ansias, con más presión, humedeciendo y sorbiendo esos labios, tomando la cara con ambas manos para guiar ese beso interminable. Él no tuvo más opción, ni la quería; apoyó sus grandes y callosas manos en los costados de los muslos de ella. No hubo rechazo, apretó la carne firme y sintió cómo su cuerpo reaccionaba en un suspiro ahogado en su propia boca. El perfume de ella lo invadía, lo estaba volviendo loco. Lentamente movió sus manos arriba hasta la cintura y lentamente las dejó en desesperante gravedad descendente hasta el final de su falda, se dio cuenta del borde, luego de una tela diferente, las medias; no lo creía, una belleza así mordiéndole los labios, dejando en su boca el sabor de su saliva apasionada mezclada con el licor dulce, dejándose explorar por sus manos temblorosas y dubitativas. Siguió acariciando esas piernas de ensueño desde las pantorrillas, subiendo lenta pero inevitablemente hasta subir con ellas la falda casi hasta el inicio de las nalgas. Ella en su repentina cordura se separó de esos labios que la comían a grandes besos por toda su boca, se apoyó en los hombros anchos y fornidos de él.

- Debo regresar al trabajo, y tú también. Ha sido una comida deliciosa.
- Gracias, María, esto inesperado me ha llenado el alma. No sé qué pensarás de ahora en adelante, pero estoy dispuesto a ir al fin del mundo si tú me lo pides.
- No te estoy enamorando, sólo probé un rico beso y ahora sé que besas delicioso. Tal vez, sólo tal vez…, no sé, estoy algo aturdida, debo pensar las cosas, no quiero comprometer ni mi trabajo ni mi relación.
- No quiero causarte problemas, tú dime qué quieres de mí.
- No lo sé, ya veremos, déjame pensar, esto no lo esperaba tampoco, no lo planeé.

Pagaron la cuenta, cada quien lo suyo, él pagó los tragos, era lo menos después de semejante obsequio de ella. Caminaron separados hasta la oficina, ella se adelantó para no provocar habladurías. Él, con su paso dispar se detuvo en un kiosco de revistas. No se vieron el resto del día, tampoco al salir. Ambos se fueron a su casa teniendo en la mente el recuerdo de ese beso furtivo. Él llegó a vaciar sus ansias como tantas veces en la soledad de su baño, lo requería, no podía pensar claramente teniendo la memoria de ella en su carnosa y brutal boca y en sus manos de tierra. Casi se arranca el pene pensando en ella. Durmió un poco, despertando varias veces durante la noche soñando que le hacía el amor apasionadamente, sudando frío y cardíacamente exaltado, levantando las cobijas con su terrible erección. Ella no concilió el sueño hasta muy tarde, su pareja llegó muerto del trabajo y no estuvo en disposición de satisfacer el volcán que emitía lava hirviente entre sus piernas. Hizo lo mismo que él, encerrada en el baño, sola, fantaseando con el adefesio improbable pero ahora cierto, el tacto en sus muslos, evocados por sus propias manos, los dedos magreando sus propios labios y su otra mano llevándola al paroxismo incompleto. Se mordió el labio para no gemir, apretó su mano entre sus muslos de seda. Durmió cansada, no exenta de sueños antes inimaginables, ahora muy probables. Despertó húmeda y deseosa, palpitante. Las prisas no le dieron tiempo de aprovecharse de su pareja para sacarse un poco la calentura, se bañó tan aprisa como siempre, se consintió con las cremas y elíxires tan femeninos e incitantes que siempre usaba, eligió su ropa, ya la tenía pensada desde su camino de regreso a casa la noche anterior: blusa blanca de seda, falda corta roja, una torera a juego, zapato altos también rojos; era la pasión personificada, medias negras con línea detrás, que le hacían unas piernas suculentas e imperdibles. Abajo toda su lencería era blanca, perfecta, diminuta. Se peinó con esmero dejando su cuello desnudo, en la nuca un nudo con su cabello. Algo de sombra negra en los ojos, labial rojo. Con sus uñas rojas redondeando su atuendo nadie pensaría que esa hermosura fuera a trabajar a una oficina lujosa; menos que saliera con ese hombre en la mente y en su deseo.

Llegó antes de la hora, puntualísima. Y él ya la esperaba en la puerta del elevador, como un cómplice sin palabras sabía que así sería, que se encontrarían cuando nadie más hubiera llegado. Ella le sonrió y a él se le abrió el cielo. También iba muy arreglado con su saco sport, una camisa impecablemente blanca, peinado todo hacia atrás. Ella se sintió complacida por su esfuerzo de verse bien. Se saludaron de palabra, como siempre, y él tenía ya esperando el ascensor desde que la vio venir por la calle. Apenas se metieron hubo apenas palabras en medio de tartamudeos emocionales. Él no se cortó en decirle lo que pensaba y sentía.

- No puedo dejar de pensarte, te soñé muchas veces, estás en mi cabeza y estoy que no vivo.
- Yo también estoy inquieta, y pensé mucho qué podíamos hacer. No dormí.
- Dime, estoy a tus pies, mátame si quieres pero dime qué quieres de mí.
- Ayer fue una comida muy linda Quiero que cierres los ojos, te ganaste un premio.

Ansiando lo que venía cerró sus ojos. Su cuerpo percibía la cercanía de la hembra en celo. No pudo reprimir una terrible erección. Ella se fue acercando hasta juntar su largo, curvilíneo cuerpo al de él. Sintió su pantalón levantado rozando debajo de esa zona de ella, así de bajo era, su sexo le llegaba a los muslos apenas. La cara de él apenas alcanzaba en inicio del canalillo formado por sus senos hinchados. Respiró el delicado perfume. Sintió el calor cerca, muy cerca; rozó con su nariz la piel tersa, el lugar divino. Luego los brazos de ella se enroscaron en su cuello con facilidad y él le correspondió con los suyos afianzándola por la cintura, rodeándola por completo. Sintió los labios femeninos y deliciosos posarse sobre su frente, casi en su cabeza, dejando un beso memorable, luego otro un poco más abajo y luego otros atormentándolo. Le besó los párpados, la larga nariz, luego los pómulos. El pene cabeceando con descargas incontrolables la golpeaba entre las piernas. Cuando se besaron ambos tenían los ojos cerrados, sintiendo los labios del otro, haciendo tan grande y apasionado el beso que sus salivas formaron un mar violento. Ambos bebían de la boca del otro. Ella fue la primera en incursionar dentro de la boca ajena, palpó con su lengua los dientes pulcros, las encías, el paladar, hasta que encontró a su espejo que inició con ella una danza de roces y goces sin igual. Ella cerró sus piernas atrapando al intruso que amenazaba romper el pantalón del hombre pequeño pero robusto. Sus brazos grandes y musculosos la apretaban como si quisieran encarcelarla de por vida, sus manos palpaban su delicada espalda, se colaron bajo la torera sintiendo la suave blusa y los tirantes del sostén, el pequeño torso que inerte se dejaba conocer y reconocer por esas toscas manos. Bajó a la cintura, haciendo más presión en el beso y mareando a la dama en el goce oral alcanzó con sus extremidades su precioso trasero; lo palpó y lo acarició con delicadeza primero, luego con pasión desbordada arrugando la leve falda que se movía con riesgo de quedar enrollada en la marcada cintura. Le besó entonces el rostro, y dejándose llevar y teniendo permiso de seguir, o mejor dicho, sin oposición a seguir, bajó por el cuello hasta el canalillo, lamió esa hermosa piel que lo saciaba mientras ella le acariciaba la espalda y el cuello invitándolo a seguir. El ascensor sonó el timbre del piso de ella. Sin pensarlo se separaron de inmediato, abrió la puerta y ninguno se movió, menos ella que sólo atinó a presionar el botón de la azotea. Cuando se cerraron nuevamente las puertas, fue ella quien tomó la mano de él y la llevó a uno de sus senos, mientras le acariciaba la cara y le metía el dedo pulgar en la boca. Manso como no lo imaginaba se dejó llevar, chupaba su dedo y se afirmó de ese seno, acariciándolo y apretándolo lleno de pasión y deseo. Con su dedo pulgar frotaba la zona del pezón que no tardó en saltar excitado. Luego lo apretó con dos dedos haciéndola gemir. Llegaron a la azotea, ahí había un cuarto que el despacho de ella había alquilado para amontonar su archivo muerto. Apenas un escritorio apretado entre pilas de papeles y carpetas. Se metieron ahí y siguieron en su ritual, ella con la blusa abierta, con sus senos casi expuestos, sólo cubiertos a medias por su ropa interior, con la falda levantada en la cintura, sentada a horcajadas sobre él que estaba en la única silla que cabía en ese pequeño cuarto. Sentía su terrible erección, una roca temeraria que se levantaba rozando y golpeando su zona más delicada. Las grandes manos de él, convertidas en una extensión de las nalgas de ella, apretando, abriendo, reclamando posesión de ese territorio desconocido, anhelado y pensado imposible.

Estaba ella besándole el pecho luego de abrirle por completo la camisa cuando sonó su móvil. Era su jefe, preguntando a qué hora llegaría porque había pendientes que terminar. Maldijo a su jefe y al mal momento. La interrupción fue abrupta. De repente entró en razón y se sorprendió de la situación en que se había metido. Los dos jadeaban y con dificultad buscaban aire para recuperarse.

- Debo irme, tengo cosas que hacer.
- Entiendo pero, ¿no te vas a espantar por esto, verdad?
- No, no me espanto, fue un exabrupto. Ya pasó. Estoy muy inquieta y son muchas cosas que me confunden.
- No te pido que me ames, entiendo tu situación y la mía. Sé que no soy hombre para ti. Sólo te pido que no me quites este placer que me has regalado, haber probado el cielo a medias es todavía más cruel que nunca haberlo probado.
- No sé, Jorge, me encanta estar así contigo, pero no tengo ni tiempo ni lugar para estar con libertad.
- María, no quiero dejar esto así, no me dejes así. Me vuelves loco.

La besó casi con furia; le metió la lengua hasta la garganta y la afianzó de las nalgas. Ella se sintió impotente ante su fuerza, le devolvió el beso, aunque fue rápido. La dejó tan mareada y excitada que sólo pudo acomodarse la ropa con nerviosismo evidente.

- Hoy terminaré temprano mi trabajo. Voy a pedir la tarde y saldré una hora antes de que todos vayan a comer. Vendré aquí y te esperaré. Hoy no vendrá la del archivo, y el personal de limpieza termina a medio día. Si quieres, tendremos este sitio el resto de la tarde -, no creía lo que decía, se estaba ofreciendo a un hombre al que ninguna mujer jamás había siquiera visto. Una vez que lo dijo se sintió muy golfa, barata, ofrecida, pero quería tomar el riesgo y probar algo distinto a lo que tuvo toda su vida, hombres perfectos por quienes muchas se morían, cuerpos irresistibles, gente de mundo. Él era un opuesto muy interesante, considerado, apasionado y prometedor en su dotación. Seguían hablando y notó que la erección no disminuía, si lo dejaba la mataba ahí mismo con su virilidad. Actuando completamente distinto a lo que estaba acostumbrada, le apretó la entrepierna y le dejó un último beso antes de salir de ese cuartito que sería su pila de sacrificios gozosos esa tarde.

- Aquí estaré, preciosa, no te dejaré salir hasta que estés satisfecha.
- Vente preparado -, ella se refería a los condones. Ese día no llevaba en su bolso. En las prisas de la mañana olvidó echar una tirilla por si las dudas. No se estaba cuidando. Ella y su pareja habían decidido que era el momento de dejar de cuidarse para embarazarse si es que las circunstancias se daban. Les vendría bien un hijo varón, que naciera el mismo día que su padre, por eso habían suspendido hacía apenas una semana la píldora. Confió en que no se le olvidara y se fue a su oficina, un piso abajo.

El día pasó lento, desesperantemente lento. Habiendo entrado a las 8:30 no veía que las manecillas se movieran rápido para llegar a las 13:00 y poder salir a la escalera de servicio, o mejor primero bajar en el ascensor y luego subir por esa escalera dos o tres pisos, y así despistar a cualquiera que estuviera cerca y la pudiera ver.

A las 12:50 no aguantó más. Se despidió de los jefes asegurándose de no dejar pendientes. Estaba muy nerviosa, como nunca. Las manos le sudaban, la nuca, el interior de los muslos, las axilas, el canalillo, profusa humedad brotaba de su sexo. Fue primero al baño a arreglarse y secarse un poco. Respiró hondo. Pensó en las consecuencias, en las posibilidades. Salió decidida y segura de si misma. Bajó un piso y luego tomó las escaleras en ascenso hasta la azotea. Entró al cuartito dejó apagada la luz. Apenas la luz de la ventanita de la puerta le permitía ubicarse en el diminuto espacio. Se quitó la torera para no acalorarse, desabrochó un botón de su blusa para dejarla más escotada y seductora. Se recargó en la orilla del escritorio esperando a su cita.

El día para él había sido espléndido. Le habían dado un ascenso y más responsabilidades, desligándolo de trabajos pesados que ahora realizaría un ayudante. Lo mandaron a firmar sus papeles correspondientes y le dijeron que hasta el siguiente día le darían trabajo nuevo por hacer. Nada podía resultar mejor. Tendría la tarde libre, igual que ella. Pensó que era el destino que al final lo recompensaba por años de vida dura, de desprecios y discriminaciones. Tendría la mejor tarde de su vida con una mujer preciosa, sin pagar una sola moneda. Pero estaba enamorado de ella, tal vez el precio sería mucho mayor. O tal vez era hora de tomar revancha por todas las derrotas pasadas y al fin tener una victoria épica, histórica que podría recordar con orgullo toda su vida. Durante las horas que transcurrieron estuvo algo incómodo teniendo erecciones repentinas. Sólo era cuestión de acordarse de ella para que su miembro se levantara como hechizado. Sus mismos temores de ser visto en su trabajo le ayudaron a aplacar una y otra vez esos repentinos despertares inoportunos e incómodos. Salió a la calle y pasó por la farmacia donde compró una caja de condones. Todavía se entretuvo eligiendo los mejores para la ocasión, y se decidió por unos texturizados - lubricados – delgados – tamaño extra. Extrajo de la caja la tira completa, tiró la caja a la basura, separó uno a uno los 10 forros y los guardó discretamente en su saco. Compró unas botellitas de agua mineral, y también una botellita de ron barato de medio litro. En una bolsa de plástico metió todo y luego, con la confianza del portero que nunca lo revisaba entró directo hasta el elevador. Hizo el viaje hasta la azotea sin escalas ni interrupciones ya que todos seguían trabajando en sus oficinas faltando todavía una hora para la salida a comer. Se extrañó de ver la puerta del cuartito cerrada, empujó y con la manija abrió la puerta hacia el paraíso que ya le esperaba. Ella no se movió al verlo entrar, pero la emoción la hizo tener un sobresalto, se le puso la piel de gallina, los pezones se le saltaron altaneros y bien erguidos apuntando hacia el cuerpo que se aproximaba con pasos desiguales hacia ella, la vagina palpitó ansiosa y ella se mordió al labio inferior en un gesto instintivo y revelador de su disposición a la entrega final y total.

Bastaron tres pasos de él para tomarla entre sus brazos. Había dejado la puerta bien cerrada con seguro y mantuvo las luces apagadas. Fue directo al cuello femenino como fiera hambrienta. Ella gimió en su oído. La sentó en el escritorio y la hizo abrazarlo con sus piernas. Se echó sus brazos al cuello y le devoró la boca apasionadamente, ambos con la boca húmeda de deseo, se intercambiaban las lenguas, primero invasora la de ella, luego invitadora de la de él que la exploró hasta los límites posteriores de su cavidad. Se acariciaban sobre la ropa que se descomponía lentamente, se desabrochaba y caía una por una al suelo.

- ¿Las putas adonde vas te besan así?
- No ninguna me besa, sólo voy a coger y me voy, ahí no hay nada.
- Aquí también estás solo para coger, sólo que esta puta sí te besa y le gusta.

Ella le quitó la camisa, le lamió el pecho y las tetillas, era algo velludo, muy marcado como si el gimnasio hubiera sido el único escape a su briosa juventud. Le gustó lo que vio, se llenó las pupilas con ese torso masculino y poderoso, lo acarició mientras lo admiraba, luego volvió a besarlo sin dejar piel que besar. Él le desabotonaba torpemente la blusa, la excitación lo hacía temblar. Al final lo consiguió y ella no perdió tiempo para desabrochar su sostén y ponerlo en las manos callosas. Luego esas manos se fueron cada una a un seno, estrujándolos, gozándolos, haciendo posible lo racionalmente imposible, eran suyos por esa tarde, suyos nada más. El corazón se les salía del pecho. Ella le ofreció su boca y él le dio dos dedos para que los chupara mientras él se iba directo a esos senos frutales y apetitosos, perfectos, tibios y ansiosos de ser comidos por la bestia liberada. Los mordió y los besó, los chupó, los guió con su mano a su boca y los jaló de los pezones con los dientes.

- ¿Tus putas son bonitas?, ¿tienen buen cuerpo?
- Ninguna es como tú. Tú eres un sueño. Te comería hasta el fin de los tiempos.
- ¡Ah, entonces cómeme, cómeme!

Ella tuvo que echarse hacia atrás recargando ambas manos atrás, exponiendo su pecho para el trabajo de su amante. Siguieron así hasta que el dolor gozoso en los senos la hizo reaccionar. Se enderezó para desabrochar la hebilla del cinturón, abrir uno, dos botones, bajar el cierre, introducir su mano tocando la piel velluda del vientre plano y musculoso, hasta el premio ansiado, enhiesto, cubierto de una mata profunda y espesa. Jaló entonces el pantalón por los costados y lo hizo descender hasta librar la cadera, él usaba trusa, le resultaba insuficiente para cubrir su masculinidad, el glande voluminoso salía por arriba del elástico, y el monte prominente le hacía a ella abrir los ojos sorprendida por sus portentosas dimensiones. Con su pequeña y delicada mano trató de abarcarlo por encima; no pudo. Sintió deseo y temor al mismo tiempo, la emoción la tenía en un estado de perdición total. Luego miró más abajo, vio la pierna mala, flaca, deforme, huesuda; la otra tampoco se veía muy acorde con el modelado tórax, pero no estaba tan mal. Se quedaron quietos un segundo, mirándose fijamente. Él se dio cuenta del descubrimiento de ella, y sintió algo de pena por su defecto. Ella cayó en cuenta del temor de él y su vergüenza. Se levantó del escritorio, lo hizo sentarse en la silla solitaria del cuartito y se dio a la tarea de quitarle primero los zapatos, arrodillándose frente a él, sumisa y atenta, luego sacando los pantalones. Le acarició la pierna mala, estaba muy mal, destrozada como si hubiera sido un grave accidente, pero fue de nacimiento, fue accidente de naturaleza, no había cicatrices, sólo deformidades, o al menos formas muy distintas a las de un cuerpo normal; músculos ausentes en algunas partes, huesos curvos y formaciones óseas irregulares. Besó desde su pie hasta su ingle, lentamente, se revolvió entre las piernas de su hombre y terminó besando la tela que tapaba apenas el miembro endurecido y blandiente.

- Qué grande lo tienes.
- Para ti, para que te des gusto.
- Nos vamos a dar gusto toda la tarde, de mi cuenta corre.
- Sí, hermosa, te voy a gozar y te voy a hace gozar como nunca.
- Nunca había tocado una tan grande.
- ¿Te gusta, preciosa?
- Me encanta, me la voy a comer toda.

Él acariciaba su cabeza, acomodaba el cabello que ella había soltado antes de que llegara, la quería ver sumisa, dándole placer aún con sus defectos, o tal vez provocados por el morbo de los mismos. No le importaba, sólo quería seguir sintiendo la calidez de su aliento mordiendo su arma cargada y lista para el asalto. Le bajó la trusa, él le ayudó a sacarla y la quitó completamente. Se dejó tocar por esas manos que había soñado, y esas manos fueron a ese objeto de tamaño portentoso, no podía abarcarla, era un tronco, venoso, cabezón, aún entre la gruesa mata de vello sobresalía y ella no dudó en comprobar su real tamaño al llevársela a la boca. Apenas le cabía, y eso que era una viciosa del sexo oral, lo disfrutaba completamente, le encantaba tomar posesión de los hombres, vencerlos, dominarlos, metiéndose su verga a la boca, haciendo maravillas con sus labios, con su lengua, abriendo con amplitud hasta alojarlas en su garganta. Con esta no podía, se desencajaba y apenas entraba la mitad, el glande le obstruía la boca chocando con su paladar. Improvisó como mejor pudo. Con su abundante saliva lo lubricó bien y le dio estímulo al glande, lo apretó como pudo con su mano desde la base y lamió a lo largo y ancho, incluso bajando hasta los huevos también prominentes, se metió uno, luego alternó con el otro, lamió el escroto, llenó su boca con todo y vellos, dejó la zona de batalla húmeda y lista.

- Ahora te toca a ti, papacito.

Se puso en pie y dejó que él fuera quien la despojara de su pequeña faldita roja, pero para hacerlo debía hacer algo espectacular, algo que él no olvidara nunca: se dio media vuelta delante de él quedando de espaldas, abrió el compás de sus piernas e inclinándose lentamente y sacando voluptuosamente las nalgas frente a su cara se apoyo en el escritorio con ambas manos y codos. Él no perdió oportunidad del regalo que tenía enfrente, la imagen lo nublaba: largas piernas sobre tacones rojos altos, mini roja, piel blanca, medias negras, la línea de las medias marcando la curvas voluptuosas y señalando el camino al cielo; qué más se podía pedir. Se sentó al borde de la silla para estar muy cerca de ese redondo trasero, con las yemas de sus dedos recorrió toda la extensión de sus piernas, desde los tobillos disfrutando toda esa carne madura, pasando por el elástico de sus medias, sentir su piel tersa y cálida, hasta levantar la falda y descubrir sus nalgas desnudas, separadas por la pequeña tira de su tanguita, era un espectáculo sin igual, acarició las nalgas provocándole sensaciones intensas que la hicieron gemir de gusto, lamió las nalgas, las besó, las amasó, jaló la tela de la tanga y le abrió los cachetes para irse de frente metiendo su cara entre los dos carnosos músculos de lujuria, con la lengua la llevó hasta las nubes, y con sus dedos tocó, acarició y penetró la vagina deshecha en jugos mientras con su lengua suavemente probaba los pliegues de su ano, delicado, suave, rosado, luego cambió sin resistencia el orden de su extasiante masaje, un dedo ensalivado atravesando el ano y la lengua atendiendo al clítoris. La tenía sometida, jadeante, abierta y expuesta, entregada. Le soltó una nalgada sonora que le enrojeció el trasero casi inmediatamente.

- ¡Ay, sí, qué rico, qué rico lo haces, cabrón!, seguro tus putas te han enseñado mucho.
- Te voy a enseñar lo que he aprendido con ellas, para que tú seas una dama completa, un puta vestida de seda.
- Sí, cógeme, enséñame, mmm, ¡que rico, qué rico!

Metía y sacaba el dedo de su ano, luego jugaba con su lengua en el pequeño agujero y lo volvía a penetrar con su grueso y rasposo dedo. Ella subió una pierna al escritorio para ofrecerse impúdica a su trabajador, su labrador, su dueño temporal. La tenía al borde de la locura. Ella empezó a temblar y a gemir más profundo y más fuerte.

- Me vas a hacer venir, me vengo, ¡me vengo!

Apretó las nalgas dejando atrapado el dedo invasor y se convulsionó en un tremendo orgasmo que la hizo desplomarse sobre el escritorio. Él se levantó y recargándose en ella la besó en la nuca, saboreó esa piel tan hermosa, tan blanca y suave, besó toda su espalda. Estuvo un buen rato así dándole tiempo a ella para reponerse y seguir con su batalla amorosa.

- Tengo sed, tengo la boca seca, me dejaste mareada.
- Espera, hermosa, no te muevas, quiero seguir teniéndote así. Traje un ron y agua mineral para reponernos y estar bien hidratados.
- Dame de beber, me dejaste seca.
- Espera, yo te la preparo pero no te muevas.

Su trasero expuesto era de fotografía, doblada sobre el escritorio, inmóvil, esperando a los deseos de su dueño. No tuvo voluntad ni fuerza para reclamar dominio, se quedó descansando y recuperando el aliento. Él preparó dos rones bien cargados con un poco de agua mineral. Antes de acercarle su vaso volvió a sentarse frente a su trasero, lo besó con deleite y sin más le bajó la falda y la tanga hasta los tobillos. Ahora sí no podía haber nada mejor. Le acercó el vaso y bebió de un trago la mitad del suyo. Ella hizo lo propio, casi de un trago se terminó su vaso, haciendo el gesto obvio de cuando se bebió algo muy fuerte. Se sintió mucho mejor con el calor del alcohol descendiendo por su esófago hasta su estómago.

- ¿Qué me vas a hacer, papi?, ¿tus putas tienen un trasero así como el mío?
- Nunca, estas nalgas son únicas. Ninguna se te acerca ni un poco. Te miro y sé que no te voy a sacar de mi cabeza nunca más.
- ¿No tienes nada en el pene, verdad, amor?, no quiero que me contagies nada.
- No te preocupes, ellas no son tan corrientes, tienen revisiones médicas y vacunas programadas. Y nunca lo hacen sin condón, es lo malo del servicio.
- Pues este servicio es igual de malo, corazón, sin forro no hay fiesta.
- No te preocupes, ya los compré y aquí los tengo.´

Dejándola quieta sobre el escritorio, se puso de pie, rodeó el escritorio hasta encontrarla de frente. La besó con lascivia forzándola y jalándola del cabello.

- ¿Quieres saber lo que las putas hacen?
- Sí, enséñame.
- Quiero que te la metas a la boca.
- Con gusto, me encanta la verga en la boca.
- Así, puta, así me gusta.

Trató nuevamente de introducirla profunda, pero el grosor se lo impedía, y la postura era incómoda.

- Date vuelta, preciosa, te voy a enseñar.

Se giró hasta estar boca arriba, él la jaló hacia fuera hasta hacer colgar su cabeza fuera del escritorio. Con esfuerzos se puso de puntillas para alcanzarla.

- Ahora sí, abre la boca.

Tenía su tremendo animal sobre su cara, abrió la boca y lo deslizó. La postura le permitió llevarla más lejos, hasta que el glande chocó con su garganta, provocándole arcadas que pudo controlar con el pene dentro. Él empezó a bombearla lentamente, a cogérsela por la boca. Con sus manos se aferró de los senos de ella, excitándola de nuevo y demostrándolo con sus pezones apuntando al techo, iba y venía dentro y afuera.

- Ah, qué rica boca, cómo la mamas.

Se cansó de estar tan estirado, la sacó de esa dulce boca. Ella le sujetó la gruesa estaca y lo mantuvo al alcance para lamerle el glande, el tronco, los huevos. En su chueco andar regresó al otro lado, la jaló de las piernas hasta donde estaba sentada antes e intentó penetrarla.

- No, papi, tu forro, así no. No me estoy cuidando estos días porque quiero encargar y tener un hijo en el mes del cumpleaños de su padre.
- Está bien, amor, qué considerada, quieres un hijo de uno y estás cogiendo con otro.
- Quería probarte, no me voy a quedar con las ganas.
- Entonces me vas a probar bien, todavía es temprano. Me pongo el hule.

Se enfundó el hule con dificultad, y todavía le sobró un pedazo de pene sin cubrir.

- Ahora sí, papi, ven.
Pero no alcanzaba. Las cortas piernas le alcanzaban para meter apenas la gruesa y redonda cabeza, haciéndola gemir.

- ¡Ah, qué grande!, dame más, métemela toda.
- Voltéate perrita, quiero ver si te alcanzo mejor empinada.

Se giró de nuevo, pero resultaba lo mismo, entonces él salvajemente se apoyó en el escritorio y se lanzó sobre ella penetrándola sin misericordia.

- ¡Ay, no!, ¡qué te pasa?, ¡ay, duele mucho!
- Ya está dentro mamacita, ahora relájate y goza.

Del aventón los dos estaban sobre el escritorio. Él pudo erguirse sobre ella y ella sometida abrió las piernas para dejar al invasor seguir su conquista violenta. Se aferró de las orillas del escritorio mientras él empezaba a entrar y salir rítmicamente sintiendo cómo la lubricación de ella aumentaba hasta hacer el acto placentero y natural.

- Qué pedazo de verga te cargas, cógeme, cógeme.
- Toda tuya hermosa, nunca pensé tenerte así, ensartada y metiéndotela hasta el fondo.
- Dame bien, dame, goza este cuerpo, soy tuya.
- Eres mía, putita, tus nalgas se sienten tan bien, y aprietas como si fuera tu primera vez.
- Es la primera vez con una de tu tamaño, me encanta, ¡ay!, ¡uy!, ¡sí, qué rico.!

Le estuvo dando auténtica caña durante un buen rato en que el tiempo para ellos se detuvo. Los envites provocaban sonidos de piel chocando y humedades chapoteando. Ella estaba perdida, le habían llenado la vagina y estrechado con ese pene maravilloso que le llegaba hasta las más profundas honduras de su feminidad. Recostada por completo sentía cada recargón, cada empuje, cada sumida interminable y placentera. El peso de él en sus nalgas, sus grandes brazos apoyados a su costado; se sujetó de ellos y los besó como gata sometida. Las piernas le rebotaban sobre el escritorio, estaba sintiendo cansancio; decidió estirar sus brazos para alcanzar sus tobillos y los jaló flexionando sus piernas, abriendo más su intimidad y arqueando su espalda. Él se enderezó para seguir dándole con todo casi sentado en las nalgas que proveían un delicioso colchón. Con un pulgar estimulaba el ano expuesto generosamente a su antojo. Se salió de ella y la acomodó recostada de lado, él se recostó detrás y abriéndole la pierna tan ampliamente como alcanzó la volvió a clavar. Una y otra vez, teniendo a su alcance los senos no los dejó enfriarse, los amasó con una mano mientras ella sostenía su propia pierna bien abierta.

- Qué bien me lo haces, me encanta.
- Sí, preciosa, es lo que provocas, así te quieren tener todos, no me digas que no te das cuenta.
- Pero sólo algunos han podido estar en mi cuerpo, nadie de este edificio hasta hoy.
- Gracias por el honor, te voy a dejar bien cogida para que no te arrepientas.
- Nunca me arrepentiré de esto, es delicioso, sigue, sigue, dame bien, como a cualquiera de tus putas.
- Mejor que a ninguna, amor, a ti te amo, a ellas las uso.
- Ámame y úsame, no dejes de cogerme.

Se soltaron un momento, el justo para que ella lo recostara y lo montara. Solita se ensartó todo el pedazo inmenso y henchido. Con las manos en la nuca y los ojos cerrados se movió deliciosamente sobre él que gruñía y le daba azotes en las nalgas.

- Así se cabalga, puta mía. Ni las profesionales lo hacen mejor que tú.
- ¿Sí, papi, ninguna?
- Nadie, me estás matando.
- Tú me estás matando, me voy a venir, amor, ah.

Él empezó a bombearla con furia, la levantaba en cada embestida. Ella gritó su orgasmo y goteó sudor sobre sus senos, sobre el pecho fornido de él que seguía dándole placer ahora lentamente, bajando el ritmo para que ella gozara más, infinitamente.

Descansaron un poco. Ella se salió y bajó del escritorio. Bebió de un trago lo que quedaba de su ron, sirvió más agua mineral y la bebió dejando escurrir por sus comisuras líquido que descendió marcando las curvas de su cuerpo. Él vio esto como un animal salvaje, encendido y fuera de control. Bajó del escritorio, se sentó en la silla y la atrajo de espaldas.

- ¿Lo has hecho así, chiquilla?
- Sí, sentada sobre él.

Entonces tomando sus piernas la hizo subirse a la silla sobre él, apoyando sus pies sobre el asiento

- ¿Y así?
- No, así no.
- Entonces tómala y goza, perrita.

Se acomodó el tronco a la entrada de su vagina que reclamaba eso que ocupaba el vacío previamente. La volvió a llenar. En sentido amplio, se sintió llena, plena, feliz. Empezó a darse sentones sobre ese ariete de hierro candente que la enloquecía. Él le besaba la espalda, le ayudaba subiéndola y bajándola de la cintura, le tomaba los pechos y los estrujaba, pellizcaba los pezones. Ella gemía abandonada de sí misma, concentrada en el placer recibido y otorgado. Así, teniéndola ensartada se levantó con dificultad y le dio tres metidas en volandas que casi la parten en dos. La vagina le estaba provocando escozor. Tanta fricción y la falta de costumbre de usar condones la había irritado, además el orgasmo previo la había estrechado más allá de lo placentero para albergar ese monstruo de dimensiones increíbles. La sacó con algo de resistencia de parte de él que se sentía próximo al final volcánico.

- No, preciosa, ya falta poco, no.
- Ven, ven, amor, quiero que termines bien.

Se recostó en el escritorio y lo llamó sobre ella. Lo dejó subir sus piernas en sus hombros y empujar hasta el fondo. Le dolió pero le debía ese placer, era su regalo para quien le había hecho olvidarse de todo durante quién sabe cuánto tiempo desde que se cerró la puerta con ellos abandonados a su propio deseo. La bombeó ansioso. Todavía aguantó bastante por la breve interrupción. Ella lloraba de dolor y de placer viendo cómo el rostro feo se desencajaba poco a poco anunciando una explosión gloriosa a medida que el ritmo de la penetración se hacía infernal.

- ¡Me voy a venir!
- Sí, mmm, vente, vente con todo, mmm qué rico lo haces.
- Aaaahhhh…..

El gruñido de él se escuchó como el de un ser mítico, gutural, grueso, ronco, prolongado. Ella también gritó, los empujes de su macho le habían provocado un orgasmo rápido y desgarrador. Estaban deshechos, sudorosos, agitados y sin aliento. Se besaron pasándose mutuamente el aliento como si fueran enamorados. Al menos él lo era y ella, por esa tarde, también. En su interior sintió los últimos estertores del pene triunfante, invencible. Apretó los músculos vaginales para extenderle el placer unos momentos más. Lo sintió salirse dejando un gran vacío en su cuerpo, lo necesitaba dentro, no le gustó ese momento. Vio con orgullo el condón repleto de semen.

- ¿Te hacía falta, corazón?
- Me haces falta y siempre me harás falta. Te desee hace mucho tiempo, y estos días te he deseado cada minuto. Hasta me he masturbado porque no aguantaba el deseo de hacer el amor contigo.
- ¿Te masturbaste pensando en mí?
- Sí, amor, varias veces estos últimos días.
- Yo también tuve sueños contigo, nada como esto, pero una noche tuve que masturbarme para poder dormir un poco.
- Una mujer como tú haciéndose cosas pensando en alguien como yo.
- ¿Qué tiene?
- Nada, eres maravillosa, sorprendente, única. Por eso te amo y te amaré siempre aunque no estemos hechos el uno para el otro.
- Eres lindo, y haces el amor de maravilla, te han servido tantas clases, bueno, no haces el amor, coges, coges muy rico.
- Contigo siempre será el amor, aunque sea sólo de parte mía. Y no te preocupes, no te pido ni te exijo nada, no pienso en una relación. Ya tendrás tu familia y esto será un recuerdo, uno bueno, espero.
- Sí, será un gran recuerdo.
- No me alcanzará la vida para agradecerte devolverme la vitalidad y la energía. Desde que me hablamos la primera vez mi visión del mundo cambió. Hasta me va mejor en el trabajo. Me resucitaste.

Cada intercambio de palabras se acompañaba de intercambio de besos, de caricias, de abrazos. Él rellenó los vasos casi al 90 por ciento de ron. Poco a poco recobraron la energía al tiempo en que la luz se tornaba un poco más naranja. Habían pasado ya 5 horas de sexualidad abierta e intensa. Y estaban por reiniciar.

Ahora ella lo recargó en el escritorio y se puso de cuclillas con sus zapatos aún puestos frente a su sexo relajado. Ya los talones le molestaban un poco pero quería verse hermosa para él, sensual, sexual. Se metió el pedazo de carne blanda y lo succionó hasta el fondo de su garganta, lo sacó como un chupón gigante y repitió la operación una y otra vez hasta que lo tuvo durísimo llenando su boca, sintiendo las grandes venas hinchar el miembro hasta levantarlo paralelo al piso. Se dio gusto con sus bolas, las saboreó y metió la nariz en los pliegues de su entrepierna. Lo dejó brillante de saliva. Se puso de pie, y lo hizo dirigir su boca a sus senos. Él disfrutaba cada parte de su cuerpo, pero se tomó su tiempo en esos montes dulces y suaves, le mordió los pezones hasta hacerla gemir, le metió dos dedos en la vagina y la tuvo a su disposición, encharcada y más que dispuesta, exigente.

- ¿Cómo me lo vas a meter, amor?
- Como quieras, princesa, te voy a dar gusto.
- Enséñame qué te gusta de lo que hacen las putas.
- No, no puedo pedirte eso, me gusta pagar por hacerlo por el culo.
- No, así no, me vas a romper con tu cosota.
- ¿Es grande mi verga?
- No te hagas, sabes que sí, es inmensa, me dolió.
- Perdóname, pensé que te había gustado.
- Me encantó, me llenaste toda.
- Te voy a llenar otra vez.
- Ponte tu condón, amor.

Algo incómodo fue a abrir otro envoltorio, sacó el hule y lo ajustó de nuevo a su verga erecta, pero no por completo. Cuando se dio vuelta hacia ella la encontró de rodillas subida en la silla.

- Así sí me alcanzas, papacito, ven a gozar este cuerpo que hoy es tuyo.

Gruñendo excitado se acercó a ella. Palpó su trasero y empezó a repartirle besos prolongados y húmedos.

- Qué rico, papi.

Su lengua se adentró entre sus cachetes hasta encontrar la vulva hinchada y expuesta. Ella hizo el respaldo de la silla hacia atrás para empinarse por completo ante los ojos incrédulos de su cogedor. Otra vez abrió los cachetes para lamer ese ano delicioso, inigualable. Lo humedeció completamente y vio con sorpresa cómo ella se apretaba las nalgas, y fue casi increíble ver cómo sus dedos bajaban entre sus cachetes hasta su pequeño agujero posterior, lo acariciaron e hicieron un poco de presión, apenas para introducirse las primeras falanges, gimiendo como una puta fuera de sí. Le ofreció los dedos y él los metió en su boca con deleite, los probó, chupó, ensalivó y regresó mecánicamente al orificio rosado que hacía movimientos hipnóticos para su vista. Unió su lengua a ese ritual erótico, confundiéndola con los dedos y horadando el precioso tesoro. Su erección era ahora sí, completa. Siguió jugando con los dedos de ella, con su ano y con sus propios dedos, ampliando la entrada y lubricándola con una cantidad generosa de su saliva. Ella bebía sin reparo su alcohol para relajarse y olvidarse del inminente dolor. Él bebió para serenarse ante la situación tan morbosa y soñada por cualquiera.

Se puso de pie cuando ella le avisó que estaba lista. La penetró sin dificultad por la vagina que ya estaba acostumbrada a su tamaño y rebalsaba flujos por la excitación. La estuvo penetrando así hasta relajarla y hacerla gemir de placer, dejaba sus dedos dentro de su ano mientras le bombardeaba la vagina con su tronco. Estaba ella al borde del orgasmo. Gritó de placer y siguió moviendo las nalgas al ritmo de la penetración. Entonces él la sacó chorreando flujos y la apoyó en el hoyito que poco a poco fue abriendo hasta alojar su enorme cabeza.

- Lento, papi, que me duele mucho, lento, me vas a partir en dos.
- Sí, princesa, como tú digas, lo haré muy despacio.

Lentamente pero sin marcha atrás la fue empujando hasta la mitad. Encontró resistencia, estaba demasiado estrecho, lo apretaba mucho, entonces sacó un poco y luego volvió a la carga.

- ¡Ay, amor, espera, no te muevas, por favor!

La estaba partiendo en serio, se quedó quieto y dejó que ella lo resolviera. Poco a poco empezó a sentir cómo se dilataba el a

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