viernes, 28 de octubre de 2011

Isabela Capitulo 7: La Grande Dame Rosé

El lujoso vehículo se detuvo junto a la pareja que, sin dudarlo, se montó en él, abandonando temporalmente sus obscenos quehaceres. Había llegado un punto en el que la mezcla de alcohol, droga y excitación les permitía traspasar las barreras de la decencia y entregarse el uno al otro de una forma casi animal.

El chofer, que podía observarlos a través del bajado cristal de la mampara que separaba la cabina del resto del coche, contempló como la pareja subía a la parte trasera de la limusina. Ella, sin nada que le cubriera su parte superior, se recostó en el largo asiento de cuero, mientras él, visiblemente turbado, se subía sobre la mujer y besaba su cuello pasionalmente. El conductor de limusinas era un hombre experimentado, llevaba muchos años conduciendo grandes y lujosos vehículos en muy variadas ocasiones y para públicos muy dispares. Pero no era la primera vez, ni sería la última, que trasladaba a un hombre adinerado que compartía velada con alguna furcia. Así que no se asombró más allá de lo que cualquier taxista se hubiera sorprendido al recoger a una pareja de adolescentes borrachos una noche de sábado.

-¿Adónde vamos, señor?

-Donde quiera, demos un paseo por ahí -respondió Guillermo sin apartar los labios del cuello de su esposa.

El conductor del vehículo pisó el acelerador mientras elevaba la mampara protectora. En aquella profesión se veían muchas cosas. Y un buen conductor de limusinas tenía que mantener los ojos alejados de sus pasajeros, centrándolos en la carretera.

Guillermo finalmente apartó los labios de la garganta de su mujer sólo para lamer su pecho y vientre. Isabela volvía a sentir como la excitación se adueñaba de ella mientras su marido la recorría con la lengua y se arqueó con un movimiento involuntario permitiendo a Guillermo rodear su cintura con los brazos.

-Champán, mi vida, sírveme una copa de champán -ronroneó Isabela empujando ligeramente a su esposo.

Guillermo se acercó al bar que aquel amplio coche les ofrecía e inmediatamente reconoció la botella que estaba buscando. Guillermo la extrajo de su estante y leyó la etiqueta.

-La Grande Dame Rosé.

-Perfecto, es perfecto, quiero una copa- susurró Isabela mientras se erguía sobre el asiento de cuero.

Guillermo descorchó sin demasiados problemas la carísima botella de champán francés y escancio en dos copas de fino cristal el rosado licor, colocándolas sobre su amada. El vino espumoso, ligeramente alterado por el movimiento del coche y por su violenta apertura, escaló por los cristalinos bordes de la copa y se desbordó tempestuosamente, desparramándose sobre el desnudo vientre de Isabela. Guillermo tendió sendos cálices a su mujer y se agachó sobre el enmoquetado suelo para recorrer con la lengua los ríos de burbujas que se habían formado sobre el torso de la mujer.

Isabela gimió mientras su marido la recorría con la boca, lamiendo sin descanso su cuerpo empapado por el champán fugado. Cuando nada quedó del rosado maná sobre el cuerpo de la mujer, y la única humedad que restaba era la que la traviesa lengua del hombre había dejado a su paso, Guillermo se levantó y se sentó junto a ella. Ambos amantes entrechocaron las copas y entrecruzando los brazos dieron cuenta del oneroso champán.

Procurando que esta vez no escapara ni una gota, Guillermo volvió a inundar las copas y las dejó en unos engarces especialmente dispuestos para ello en la pared del ostentoso automóvil. Isabela no perdió el tiempo y se situó a la espalda de su marido, recorriendo el pecho de él con las yemas de los dedos, deteniéndose en cada uno de los anclajes que mantenían la camisa abrochada, liberándolos diestramente de su labor. Cuando cada uno de los botones perdió su función, Isabela retiró la prenda que le impedía disfrutar del torso de su marido como él disfrutaba del suyo.

La comparación fue inevitable y la congoja volvió a recorrer su alma al recordar la traición que había cometido y por la que cumplía penitencia aquella noche. Penitencia que realmente no era tal. Guillermo estaba demasiado delgado, casi enclenque, mientras que su amante de una noche tenía un cuerpo fuerte y trabajado. Isabela rodeó con los brazos a su marido y apoyando la cabeza en su espalda volvió a llorar embargada por el pesar de lo que había hecho.

-Isabela, mi amor, necesito que me digas que te pasa, esto no puede seguir así -Guillermo se dio la vuelta y respondió a las lágrimas de su esposa con un beso-. Todo esto es muy extraño, tu forma de comportarte, no te entiendo.

-No ves que todo esto lo hago porque te echo de menos -mintió Isabela, pero sólo mintió en parte. No sabía por qué, tal vez las drogas, tal vez el alcohol, tal vez simplemente no podía ya más, pero decidió hablar con su marido con total sinceridad por primera vez en mucho tiempo, en realidad, con casi total sinceridad, porque de la aventura con su amigo no pensaba decirle nada-. ¿Cuánto tiempo llevábamos sin hacer el amor? ¿O sin acostarnos? ¿Cuánto tiempo hace siquiera del último polvo rápido de compromiso?

-Mucho -se vio obligado a reconocer Guillermo-. ¿Así que todo esto es por eso? ¿Todo es porque no tenemos sexo?

-Sí, bueno, no. Sí y no. Es porque te hecho de menos. Porque cuando me casé contigo deseaba pasar mi vida a tu lado. Y ahora estoy siempre sola -Isabela buscó los labios de su amado y los encontró fundiéndose con ellos.

-Intentaré dedicarle menos horas al trabajo, intentaré pasar más tiempo a tu lado, intentaré… -prometió Guillermo intentando enjugar las lágrimas de su esposa.

-No, no quiero promesas. No es la primera vez que me prometes mil cosas y después me abandonas, otra vez.

-¿Y qué quieres que haga? ¿Que venda la empresa?

-Sí. Hazlo –la determinación brilló en los húmedos ojos de Isabela.

-Pe… pero entonces… Entonces nos quedaríamos sin ingresos -Guillermo quedó perplejo ante la inesperada respuesta de su esposa.

-¿Tú eres tonto o qué? Tienes más dinero del que eres capaz de gastar. Mira a tu alrededor -Isabela sonrió ligeramente pese a los sollozos-. Estamos en una limusina bebiendo champán francés que no costará menos de mil euros por botella.

-Y eso lo podemos hacer porque me deslomo para ganar ese dinero. Si no trabajara todo lo que trabajo no podríamos tener este nivel de vida, tú no podrías tenerlo.

-Me da igual, no lo quiero, nunca lo he querido, te quiero a ti.

-Yo pensaba que te encantaban los lujos, que te encantaba pasar horas de compras, que te gustaba gastar sin freno el dinero, que vivías para eso. Por lo menos es lo que indican los extractos bancarios.

-No, nunca he deseado eso. Sólo quiero estar contigo, esta a tu lado. Pero no puedo, así que me adapté. Añoro la época en la que no teníamos más que lo justo para comer, pero nos teníamos el uno al otro. Sí que gasto todo el dinero que puedo, pero sólo porque necesito llenar ese vacío que has dejado en mi interior.

-¿Por qué nuca me has dicho nada de esto? –Guillermo se sentía confuso y avergonzado por la confesión de su mujer.

-Porque sé lo que te gusta tu trabajo, tu vida. Sé que disfrutas en lo que haces.

-No disfruto tanto. Estoy cansado. Si sigo adelante es sólo para darte todo lo que mereces. La verdad, no me esperaba nada de esto. Nada, de verdad -reconoció Guillermo abrazando fuertemente a su esposa y la besándola en los labios con ternura-. Si es lo que quieres, estoy dispuesto a hacerlo, a renunciar a todo para estar a tu lado. Pero se nos acabarán todos los lujos.

-Guillermo, con el dinero que tenemos ahora podríamos vivir diez años desahogadamente, sin preocuparnos de nada, sin opulencias excesivas, pero con calidad de vida, y si vendemos nuestras acciones de Guignabela tec. tendremos suficiente dinero para invertir y vivir de rentas hasta el fin de nuestras vidas.

-¿Y qué pasa con Ignaki?

-Que le den a Ignaki. ¡Olvídalo! No le debes nada, nada.

-¿Qué te pasa con él? Me he dado cuenta que estáis muy distantes últimamente.

Isabela rompió a llorar amargamente de nuevo. ¿Qué que me pasa? ¿Qué que me pasa? Pensó, me pasa que tu amigo Ignaki me engañó, me utilizó, me convenció de que me eras infiel para acostarse conmigo, para convertirme en infiel a mí. Pero yo ahora sé que mentía. Ahora sé que todo era un truco, que sólo quería una cosa de mí. Y yo fui estúpida y se la di

Guillermo notó la congoja de su esposa pero no fue capaz de entender el motivo. Intuyó que algo pasaba con Ignaki, pero ay, pobre ingenuo, jamás se hubiera imaginado el motivo de los llantos de su esposa.

-No me pasa nada, cariño, no me pasa nada con él -volvió a mentir descaradamente Isabela entre gimoteos-. Pero parece que te importe más él que yo misma. Él que haga lo que quiera, que venda su parte, que nos compre la nuestra, o que se quede la suya y siga como hasta ahora, me da igual, sólo me preocupa nosotros y nuestra vida.

-Vale, carió, vale, no llores más, por favor -rogó Guillermo mientras acariciaba la desnuda espalda de su esposa intentando consolarla-. Creo que sí podría funcionar. Dejarlo todo atrás, venderlo todo, buscar una casita de campo, con un pequeño huerto, y dedicarnos a vivir la vida, el uno junto al otro.

-Antes me has dicho que querías follar con tu puta en una limusina -Isabela sonreía tímidamente mientras su cara se iluminaba ante la perspectiva que se le planteaba-. Ahora yo te pido que me hagas el amor. Quiero que le hagas el amor a tu esposa aquí y ahora.

Guillermo no necesitó más. Empujado por la excitación, por el alcohol, por las drogas y por este nuevo y prometedor futuro junto a la mujer que amaba, se abalanzó sobre Isabela besándola apasionadamente. Ella se dejó besar y contraatacó abrazando con fuerza el cuerpo de su marido.

Guillermo bajó sus manos recorriendo el cuerpo de su esposa y levantó la pequeña falda que escondía el tesoro que ella estaba dispuesta a entregarle. Isabela por su parte, desabrochó el pantalón de su amado y le ayudó a quitarse la ropa que aún le cubría. Los dos ya desnudos por completo, exceptuando la pequeña falda que ahora envolvía el vientre de Isabela, se enredaron en un mar de caricias y abrazos.

Guillermo acarició el sexo de su esposa, y al notar lo húmedo que estaba, decidió no demorar más el momento que ambos habían estado deseando durante toda la noche. Despacio, ayudándose con la mano, guió su polla hasta el sexo de su mujer y la agasajó recorriendo con su glande toda la zona vaginal. Pasó la punta sobre los labios mayores de su esposa y recorrió cada centímetro de la húmeda zona deteniéndose en pasear su miembro por el clítoris de ella. Isabela gimió de pacer mientras mordía con suavidad el cuello de su amante.

-Métemela, por favor, quiero sentirte dentro.

Guillermo obedeció la orden y, con suavidad, casi con devoción, fue introduciendo al erecto explorador en la encharcada y mística cueva que se abría ante él. Isabela no tuvo problemas en acoplarse a aquella polla que antaño tanto disfrutaba y con un movimiento de caderas acabó por introducírsela hasta el fondo. Así quedaron ambos, quietos por un momento, dejando que el tiempo discurriera detenido, disfrutando de la fusión que compartían.

Por fin, Guillermo decidió continuar con el sagrado ritual y comenzó a moverse lentamente en el interior de Isabela. Las lenguas de la pareja se buscaban mutuamente entre el sudor, y luchaban con valor contra los labios protectores, para reunirse a veces en una de las bocas, a veces en la otra, o incluso en alguna ocasión, en aquel territorio neutral formado por el espesor de una sombra que les separaba.

Las embestidas de Guillermo fueron aumentando de velocidad paulatinamente y al poco fueron acompañadas por los rítmicos movimientos de cadera de la mujer. Guillermo e Isabela gemían fundidos en un solo ser en su frenética carrera por alcanzarse el uno al otro.

Un rato después de la primera envestida, Isabela comenzó a alterar el ritmo de sus caderas y sus movimientos se volvieron salvajes, descompasados. Guillermo entendió lo que el cuerpo de su mujer le decía y redobló sus esfuerzos. Isabela clavó sus uñas en la espalda a la que sea agarraba con fiereza mientras la invadía un inmenso orgasmo que la recorrió desde la cabeza a los pies, deteniéndose en su entrepierna, para explotar de forma brutal. Los espasmos de la mujer, unidos a sus gritos de placer, acabaron por llevar al éxtasis a Guillermo, que se corrió abundantemente en el interior de ella. Isabela sintió como la leche de su marido la inundaba, llenando cada hueco de su interior de amor, de redención y de futuro.

-Vámonos a casa, mi vida, la fantasía está cumplida –susurró Isabela al oído de su esposo.

-¿Pero no querías un hotel?

-Ya no. Ahora quiero irme a casa con mi marido. Ya he dejado de ser una puta, ahora vuelvo a ser tu mujer, y no está bien que dejes a tu mujer ir así por ahí –rió Isabela-. ¿Dónde está mi camiseta?

-Creo que la dejamos en la discoteca –él también reía.

La pareja se miró con complicidad e intercambiaron un último beso traidor antes de abandonar por completo los papeles que ya habían dejado de interpretar hacía tiempo.


Guillermo encendió el intercomunicador y dio instrucciones al conductor de la limusina para que les llevara hasta su domicilio. Una vez el lujoso coche se detuvo en la puerta, Guillermo subió hasta el apartamento y bajó con una chaqueta para que su mujer pudiera salir a la calle de forma decorosa. La limusina se marchó y Guillermo e Isabela subieron los pisos que les separaban de su casa, abrazados y en silencio.

Aquella noche durmieron juntos. Juntos de verdad. Tan juntos como hacía mucho que no dormían. No sólo abrazados en la misma cama, si no también compartiendo sueños e ilusiones. Ante ellos se extendía una nueva vida que desgraciadamente, triste broma del destino, jamás tendrían la oportunidad de vivir.

***

Guillermo se revolvió sobre el duro camastro de la celda de los juzgados. Había hecho caso de los consejos de su abogado y había firmado una confesión. Nada más firmar, un par de agentes lo trasladaron al juzgado de guardia para que esperara a prestara declaración y lo habían abandonado en aquel pequeño zulo sin explicación ninguna. Realmente no tenía nada que ocultar, había hecho lo que tenía que hacer, y volvería a hacerlo sin dudarlo. Deseo tener a su amigo de nuevo cerca para poder volver a acabar con su vida, esta vez más despacio, esta vez haciéndolo sufrir. Pero ya lo había matado, y eso es algo que no puede repetirse.

Las lagrimas volvieron a inundarle cuando dejo vagar su mente y está retornó sin remedio a la imagen de Isabela. Lloraba con amargura, lloraba con rabia, lloraba con ira. Las dos personas en las que más confiaba, las dos personas a las que hubiera confiado su vida, las dos personas por las que habría renunciado a esa vida sin dudarlo, habían perpetrado contra él el mayor de los crímenes. La traición, la doble puñalada rastrera de la traición.

Ahora muchas cosas que no había entendido quedaban claras, las actitudes, las miradas, las lágrimas y las risas. Ahora todo estaba claro. Sus recuerdos se detuvieron en aquella noche, no tan lejana, en la que habían decidido romper con todo para iniciar una nueva vida de dedicación mutua.

¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo era posible que no se hubiera percatado de nada? Ahora todo era mucho más cristalino. Aquella fantasía de su mujer actuando como lo que realmente era, aquellas lágrimas furtivas, aquella renuncia voluntaria a su lujosa vida. Isabela sólo pretendía redimirse de su aventura y alejarse del diablo traicionero del pecado carnal. Y casi lo consigue bebiendo champán francés.

Pero ella lo había traicionado, y eso no tenía perdón posible. No sólo le había engañado, si no que se lo había ocultado durante bastante tiempo. Tiempo en que él había actuado como un primo, en el que él no se había enterado de nada, en el que su amigo se había reído de él a sus espaldas, en el que su mujer había fingido sinceridad y cariño mientras sólo le entregaba mentiras y desprecio, el desprecio de la falsedad.

Ahora todo era mucho más evidente. ¿Por qué otro motivo habría de comportarse Isabela como una puta si no es porque efectivamente se sentía así? ¿Por qué se habría sometido voluntariamente a aquella noche de humillación si no porque sentía que era el castigo que merecía? Por eso lloraba, por eso rehuía a Ignaki.

Su mujer se lo había confesado todo tiempo después, pero sólo porque no tuvo más opción. Le rogó perdón, le pidió que la aceptara de nuevo, le suplicó que no se marchara, que no cogiera la escopeta, que no la abandonara. Pero él ya se sentía abandonado. No tanto porque ella se hubiera acostado con su amigo, no tanto por el delito carnal, si no por el engaño, por la humillación, por la traición.

Un dolor lacerante en el pecho le obligó a volver a la realidad, a la realidad de un calabozo de juzgado, de una declaración cercana, a la realidad de un juez que aplicaría sobre él la ley de forma implacable. Pero no le importaba. Sólo había deseado un final para su historia, un final feliz, un final junto a Isabela, un final que ya sabía que jamás llegaría.

Guillermo fue dolorosamente consciente que no había vuelta atrás. Su vida sin Isabela no tenía sentido, su vida con Isabela ya no era posible. Cerró los ojos e intentó dormir a la espera de que alguien viniera a llevarlo ante el juez. Paso la noche en vela, llorando, recordando y maldiciendo.

lunes, 24 de octubre de 2011

Los primeros contactos

Los primeros contactos, esos que se hacen a ciegas en los chat de internet o TV, no acotumbran, por lo general, a salir bien. Nervios, timideces, erecciones deficiente, eyaculaciones precoces... No se sabe bien qué espectativas hay, qué se debe hacer, qué se espera de uno. La frustración de la primera vez impide, las más de las veces, ocasiones venideras.
Hace un par de años, conocí un hombre de 62 años en un chat de un canal local de TV. Yo entonces tenía 44. No era muy exigente o se quedó prendado de mi culo, así que hubo primera, segunda y tercera. Espero a que vuelva de viaje para tener una cuarta.
La tercera vez que nos vimos había ya confianza; ya nos conocíamos y sabíamos de nuestros gustos. Toqué el potero automático y sin mediar palabra me abrió la puerta. En el ascensor, nervioso, me palpaba la entrepierna: quería hacer un buen papel; estaba muy caliente. Me esperaba la puerta entreabierta. Entré y sin tiempo para cerrar, mi hombre ya me había agarrado de las mejillas y me había metido la lengua en la boca. Con los ojos cerrados, nos besamos largo. Cerré la puerta como pude y reculé hasta apoyarme contra la pared más próxima. Me recosté y abrí mis piernas buscando que él entrara entre ellas. Mientras sentía su erección, rodeé su cuello con mis brazos y dejé mi boca entreabierta para que abusara de ella. Estábamos pegados. A los besos les acompañaban golpes de pelvis contra mi sexo. Me dejaba hacer, me sentía cada vez más guarra. Le chupé el cuello, las orejas y él contestaba con bufidos. Empezó a magrearme los pechos, más y más fuerte; a pellizcarme los pezones y yo, mojada, me abría más y más, buscando que se frotara contra mí.
Después de un buen rato así, con los pezones doloridos, le dije de ir a su habitación. Tomé la delantera y, una vez entré, me apoyé contra una cómoda poniéndo todo mi culo expuesto a sus ojos, a sus manos. Dejé caer mis pantalones para que pudiera ver el tanga negro de licra enmarcando mis duras y redondas nalgas, para que viera mi rajita tapada por un estrecho pedazo de tela negra. Conseguí el efecto deseado: se calentó y apretó su polla contra mi culo a la vez que sus manos se clavaban como garfíos en mis tetas. Moví mi culo buscando su carne. El me besaba el cuello mientras me susurraba “puta, amor, cielo”. Nos dimos la vuelta, frotamos nuestras vergas y seguimos besándonos. La mano de mi hombre empezó a recorrer mis muslos, mi paquete. “Vamos a ver que hay aquí”, dijo, y sacó mi polla por un lateral del tanga. Aunque la erección estaba por llegar, estaba gorda, morcillona, enseñando venas y un glande con ganas de tornarse morado por la calentura, por la sangre y la leche agolpándose por salir, por estallar. Las otras veces la había visto mermada en su tamaño, en su funcionamiento; acogió con gran alegría la buena nueva y, de rodillas, se aplicó en mamármela. Sentí mi verga entrar en un lugar suave, húmedo, caliente; la espina dorsal se me sacudía de las oleadas de placer. Tuve miedo de correrme y saqué la polla de aquel agujero de vicio, de placer. Me eché en la cama, abierto de piernas, ofreciéndome manso a lo que quisiera hacerme. Se subió encima mío y recorrió mi cara, mis pechos, con la punta de su rabo. Mi hombre tiene una polla de unos 14 cm, delgada, rosada, muy dura y muy lechera. A los dos nos gusta que se corra en mi pecho para yo, después, untarme todo él con su corrida. Me clavó la polla en la boca, entera; me sujetaba la cabeza. Puso su cosa entre mis piernas, me abrazaba, me besaba, me decía puta; empezó a abofetearme. Yo ardía en deseo. Me dió la vuelta: se quedó embelesado con mi trasero; lo besó, acarició, arrimó su mejilla a él, lo azotó. Yo gemía, le decía “papa”. Me fue metiendo dedos en el culo, culo que yo meneaba ostentosamente entre gemiditos. Una mano me trabajaba el ano y la otra se alternaba en acariciarme el pecho y azotarme las nalgas. Nos besamos abrazados. Me pidió que, sentado en su pecho, le diera mi polla a mamar. Mis 16 cm estaban en toda su plenitud. Se tragó mis tres latigazos de leche, se incorporó y procedió a regarme de leche todo el pecho y parte de la cara. Fue al baño y yo quedé tendida, empapada en sudor y corrida.
Se me hizo tarde, así que fui a ducharme. El me puso el aguita caliente, me acercó el jabón y las toallas. El dice que no puede tener otra erección tan rápido, pero sueño con salir de la ducha y cuando él me envuelve en la toalla, agacharme, meterme su verga en la boca y mamar y mamar hasta hacer que se corra entre mis labios. Me acarició y besó mientras me ponía el tanga y me vestía.
Hace pocos días hablamos por teléfono. Nos pajeamos. Me hablaba de mi culo, mis pezones, de las ganas que tiene de penetración mutua, que quiere que lleve tanga.
Ya estoy mojándome. Espero su llamada para ir a Santutxu en cualquier momento.

Isabela Capitulo 5: Redención.

Isabela atravesó la puerta del edificio y sintió inmediatamente el fresco de la noche nueva sobre cuerpo semidesnudo. El sol se había escondido ya tras los altos edificios y la luna, siempre cómplice de la lujuria y la vergüenza, la observaba desde las alturas. Aunque la temperatura de aquella noche primaveral era más que agradable, la fresca brisa recorrió cada centímetro de su piel, haciéndola estremecer. Confiaba en que Guillermo se apresurara, porque temía coger una pulmonía si seguía mucho tiempo expuesta de aquella manera. Miró a su alrededor esperando encontrar el coche de su marido, pero solo fue capaz de distinguir la libidinosa mirada de un transeúnte que se acercaba caminando por la acera. El primer sentimiento fue de miedo, de vergüenza, intentó encogerse, pasar desapercibida, que aquel hombre dejara de comérsela con la mirada, que apartara aquellos ojos hambrientos de su cuerpo. Pero al instante fue consciente de su nueva situación. Esta noche había dejado de ser la niña buena, esta noche debía interpretar un papel, le gustara o no. Y estaba descubriendo más deprisa de lo que imaginaba que sí le gustaba.

Isabela se giró para encararse con el hombre que se acercaba y le sonrió de forma pícara. Ahora quería ver que efecto era capaz de producir en aquel pobre infeliz. El hombre le devolvió la sonrisa y aminoró el paso para disfrutar del espectáculo que aquella fulana parecía querer dedicarle. Isabela se sorprendió descubriendo su propia excitación y subió las manos acariciándose la tripa desnuda hasta que las detuvo bajo sus senos empujándolos hacia arriba para realzarlos más, si aquello era posible. Deslizó su mano derecha hasta agarrar la pequeña faldita por el exterior del muslo y la subió lo suficiente como para dejar totalmente descubierta su pierna derecha y permitir que el hombre viera sino total, por lo menos si parcialmente, su entrepierna.

-¿Quieres pasar un buen rato, guapo?- Pregunto Isabela con lo que esperaba que fuera un tono sensual, aunque consciente de que los nervios y la excitación le hacían parecer exactamente lo que era, una aficionada.

-Me encantaría, preciosa.- Contestó el hombre acercándose a ella. –Pero mi mujer me está esperando en casa,- continuó mientras acariciaba los pechos de Isabela. –Que lastima que no sea tan bella como tú.

Dicho esto, el hombre se apartó de ella y siguió su camino, dejando a Isabela más excitada de lo que había estado nunca. No entendía que le estaba pasando. Todo aquello tenía como único objetivo redimirse ante su hombre por una infidelidad, y por el camino había estado a punto de venderse al primero que se le había acercado. Y lo peor de todo es que había deseado que aquel hombre se la llevara, que la utilizara, que abusara de ella y que después la dejara tirada, abandonada y sucia. Aquello se le estaba yendo de las manos. Estaba descubriendo una faceta suya que no conocía y que no estaba segura de que le gustara.

Un coche se detuvo frente a ella e hizo sonar el claxon. Isabela salió de su ensimismamiento para descubrir que era el coche de su marido, y que este le hacía señas desde dentro mientras bajaba la ventanilla.

-Sube, que te vas a resfriar.

-No, no, así no. Hoy soy una puta. Así que primero tendrás que contratar mis servicios. Mi cuerpo está en venta, y tendrás que comprarlo.

-¿Pero…? ¿Pero que quieres que haga?- Preguntó Guillermo tan desconcertado como excitado. –Yo no sé lo que hay que hacer, no lo he hecho nunca, nunca me he ido de putas.

-¡Yo que sé! ¡Improvisa!- Exclamó Isabela consciente de nuevo de que su marido siempre le había sido fiel y que ella merecía todo aquello como castigo y no como diversión.- ¿Qué te crees? ¿Qué yo hago esto todos los días?

-No, no…- Rió Guillermo.- Está bien, a ver…. Hola monada, ¿tienes frío?

-Un poquito papito, ¿me harás entrar en calor?- Isabela era bastante consciente de lo ridículo de la conversación y en general de la situación, pero sentirse como una puta la excitaba y estaba dispuesta a llegar hasta el final. Seguro que aunque el principio fuera un poco forzado poco a poco la cosa fluiría mejor.

-Claro nena, sube y vamos a dar una vuelta tú y yo.

-¿Qué quieres hacer conmigo? ¿O prefieres jugar con estas?- Preguntó Isabela sabiéndose el pequeño top para dejar al descubierto sus pechos.

-¡Isabela, por Dios, que te va a ver alguien!- Se escandalizó Guillermo.

-No, no, no,- dijo Isabela agitando el dedo índice frente a su marido,- hoy soy una putita, así que no me digas lo que puedo o no puedo enseñar. Si quieres disfrutarme, tendrás que contratarme, si no, me iré a buscar a alguien que esté dispuesto a pagar por mis servicios.

Guillermo miró a su mujer, que seguía con los pechos descubiertos, con preocupación, sin saber muy bien si aquél juego le estaba gustando o no. Decidió seguirle la corriente para que por lo menos se tapara y se metiera en el coche, luego ya pensaría en si aquello era divertido.

-Está bien, está bien. Cuanto quieres por venirte conmigo. Pero tápate un poco. No contrataré a nadie, por muy puta que sea, que vaya enseñando las tetas por ahí.

Isabela se recolocó el top con cierta dificultad. Comprendía el desconcierto de su marido, si le hubieran dicho que ella iba a protagonizar una escena como aquella se hubiera ofendido bastante, pero ahora todo era diferente, le gustaba.

-¿Pero que quieres hacerme guapetón? ¿Quieres que te la chupe? ¿Quieres follarme? ¿Qué me vas a hacer?

-Pues quiero… ¿Puedo contratarte para toda la noche?- Pregunto Guillermo, ya no tan excitado, deseando que Isabela aceptara y se subiera al coche. Estaba parado en la puerta del edificio de su despacho, en la calle, a la vista de cualquiera, y lo que era peor, con su mujer medio desnuda. Ojalá no pasara ningún conocido.

-Claro que puedes, pero te costará caro.- Isabela no tenía ni idea de cuanto podía cobrar por un servicio como aquel. Debía haberse enterado de cuanto costaba una puta. Quería que su marido se metiera en el papel y por lo tanto sabía que debía cobrar, pero tampoco quería que fuera mucho, lo que deseaba sentirse era una puta barata, y eso, implicaba no cobrar mucho. –Serán… Serán cien euros mi amor, si quieres pasar toda la noche conmigo.- Isabela sospechaba que aquello era poco dinero, pero se volvió a excitar tremendamente pensando que ahora mismo se iría a pasar la noche con cualquiera que le ofreciera esa cantidad. Tal vez lo haría. Si su marido no quería jugar se buscaría otro juguete. Isabela intentó frenar su excitación desbocada. Aquello lo hacía para poder perdonarse, debía centrarse en su marido. Solo en él. Para ella solo debía esta él.

-De acuerdo pues. Que sean cien euros. Sube… eh… putita.- Isabela sonrió al pensar que su marido comenzaba a meterse en situación y convencida de que una vez se alejaran de la zona de la oficina se relajaría. Se sentó en el asiento del deportivo, subiendo deliberadamente la pequeña falda para que dejara al descubierto la ausencia de ropa interior.

-Que guapo mi niño. ¿No deberías estar en casa, con tu mujer?- Pregunto Isabela con malicia.

-¿Mi mujer? Mi mujer está como una puta cabra

-¿Cómo una “puta…” cabra?- Isabela soltó una fuerte carcajada por la contestación de su marido que la miró sonriendo entre divertido y fascinado. –Bien guapo, me vas a tener que pagar por adelantado.

-¿Por adelantado? ¿Cómo que por adelantado? Primero disfrutaré del servicio y después, si quedo satisfecho, ya veré si te pago.

-Pues no hay trato campeón- dijo Isabela abriendo la puerta del coche con intención de apearse.

-¡Vale, vale! Espera. Te pagaré, te pagaré, pero quédate en el coche. No salgas, por favor, quédate.

Isabela cerró la puerta con una sonrisa triunfal en los labios y extendió la mano hacia su cliente, con la palma extendida hacia arriba, en la actitud evidente de quien reclama lo que es suyo. Guillermo alargó el brazo para rebuscar en el bolsillo de la americana que se encontraba cuidadosamente depositada en el asiento trasero hasta encontrar la cartera.

-Solo llevo sesenta euros- dijo Guillermo sacando el dinero tras mirar en la billetera.

-Pues no será suficiente mi cielo.- Isabela pensó en bajar del coche, en esperar en la calle como una puta cualquiera hasta que su cliente pudiera ir a sacar dinero y volviera a por ella. Isabela notó como este pensamiento hacía que su coño generara tantos flujos que los sentía resbalar hacía el culo. Pero se contuvo. Tal vez ella disfrutaría con aquello, pero era consciente de que Guillermo no lo tenía del todo claro, y el que se suponía debía disfrutar era él. –Aunque puede que si me invitas a cenar, te perdone el resto del dinero.- Contestó al final tras arrebatarle los billetes de la mano.

Guillermo arrancó el motor del deportivo y condujo sin rumbo fijo. No sabía muy bien donde debía ir. No deseaba que ningún conocido les viera de aquella forma por lo que no podían ir a los lugares habituales. Pensar no le estaba resultando fácil, pues Isabela había dejado caer la mano en sus pantalones y le estaba acariciando de forma nada inocente. Poco a poco iba excitándose más, hasta que su miembro estuvo totalmente erecto bajo el pantalón. Le pidió a Isabela que parara, que dejara de sobarle, que no podía conducir así y que no sabía a donde llevarla a cenar. Isabela se negó. Dijo que él había pagado por un servicio y que debía empezar a disfrutarlo cuanto antes. Aprovechando que Guillermo trataba de prestar atención al volante, Isabela bajó la cremallera del pantalón de su marido y desabrochó el botón. Ahora la polla de su cliente se perfilaba sobre la tela del calzón, sobresaliendo por la abertura que había dejado en el pantalón. Isabela metió la mano por bajo de la prenda intima de su marido y comenzó a acariciar tiernamente la polla que le pertenecía. Guillermo le volvió a rogar que parara, que estaba loca, que iba conduciendo y que podían tener un accidente. Isabela le dijo que se callara. Retorciendo ligeramente la mano con la que pajeaba el pene, ya totalmente erecto de su hombre, consiguió apartar el lo suficiente la tela del calzoncillo como para que el miembro sobresaliera un trozo considerable. Sin pensárselo dos veces se inclinó sobre el sorprendido Guillermo y empezó a besar su polla recorriéndola con la lengua.

Guillermo no sabía cómo sentirse. Le gustaba aquello, pero a la vez le preocupaba tener un accidente. En parte le gustaba aquella nueva Isabela, pero por otro lado no entendía el porqué de aquel cambio radical en su actitud. Aquello era excitante, sí, y divertido, pero jamás se hubiera imaginado a su mujer actuando de aquella manera, y temía no conocerla tanto como creía. Cuando los labios de su puta comenzaron a rodearle el glande Guillermo decidió prestar toda su atención a la carretera y dejarla hacer. Isabela no tenía demasiado margen de maniobra, al principio pensó que sería más fácil, pero ahora se daba cuenta que hacerle una mamada a alguien que va conduciendo tiene sus complicaciones. Isabela lamía la punta de la polla como podía, paseando la lengua por toda la superficie sensible mientras la mano subía y bajaba pajeando lo mejor que podía. Empezaba a dolerle el cuello por la posición forzada, aunque parecía que Guillermo ya no estaba tan tenso. No sin esfuerzo, y con algo de colaboración de su chico, consiguió liberar casi por completo el miembro viril de su prisión parcial de tela. Aquello ya era otra cosa.

Isabela pegó la cabeza al torso de su cliente y se puso lo más cómoda posible, intentando evitar el contacto con el volante. Ya en una posición relativamente agradable se dispuso a continuar con la faena. Abrió la boca cuanto pudo y bajó la cabeza engullendo la polla de Guillermo hasta donde fue capaz. Cuando la tenía totalmente dentro apretó los labios con fuerza y le pajeó con movimientos suaves de cabeza, haciendo que la polla se entrechocara con su lengua, con su paladar y su garganta. Guillermo soltó una mano del volante y acarició los pechos de su mujer mientras acompañaba los movimientos de ella elevando rítmicamente la cadera. Isabela sintió que su marido iba a correrse cuando los movimientos de él se hicieron más violentos. Guillermo casi era incapaz de controlar el vehículo y se vio obligado a detenerlo en el arcén mientras eyaculaba violentamente en el interior de la boca de su puta. Isabela mantuvo los labios apretados sobre el grueso miembro de su esposo, notando como la boca se le llenaba del jugoso esperma. Isabela tragaba sin cesar mientras el lechoso manjar no cesaba de manar de la fuente de su deseo. Isabela comenzó a sentir arcadas cuando la boca se le inundó por completo y se vio obligada a parar de tragar y levantar la cabeza.

Guillermo ya había tirado toda la leche de la que era capaz en una corrida e Isabela, después de tomar aire, volvió a agacharse sobre él para limpiar las pruebas de lo que allí había sucedido. El semen que no había podido tragar en un primer momento chorreaba por el miembro de Guillermo e Isabela lamió concienzudamente hasta la última gota. Cuando Consideró que la zona estaba suficientemente limpia y que ya no podía sacar nada más, se levantó y recogió con la mano los restos de corrida que tenía por la cara, lamiéndose lujuriosamente los dedos. Mientras tanto, Guillermo volvió a poner en marcha el vehículo y continuó su camino.

-¿Te ha gustado?- Preguntó Isabela tratando de que su cara pareciera lo más sensual posible.

-No lo sé, Isabela, no lo sé. Ha estado bien, sí, claro que lo he disfrutado pero… ¡Podíamos habernos matado! ¿Cariño, te encuentras bien? Te noto eh… como decirlo eh… distinta.

-¿No te ha gustado, verdad?- Isabela volvía a ser consciente de lo peligrosamente al borde que estaba jugando. No entendía ni cómo ni porqué, pero aquella tarde estaba disfrutando más de lo que había disfrutado nunca de su sexualidad. Y aunque todo esto debía ser un castigo para ella, casi parecía un premio. Por el contrario, Guillermo, principal perjudicado de su infidelidad, aquel que más debía disfrutar, no parecía estar pasándolo muy bien. –Lo siento, mi amor, perdóname.- Isabela fue incapaz de contener el sentimiento de culpa que la recorrió de arriba abajo muriendo al formársele un nudo en la garganta. Esto no estaba yendo bien. –Solo quería hacer algo diferente, algo que te gustara, solo quería sorprenderte.- Las lágrimas comenzaron a formarse lentamente en el borde de sus ojos. –Perdóname, mi vida, si no quieres continuar con esto lo entenderé, vámonos a casa.

Guillermo sintió la repentina angustia de su esposa y comprendió que, aunque no supiera porqué, aquello era importante para ella. Supuso que lo había preparado con ilusión y entendió que ella sólo deseaba hacerle feliz. Tal vez no era la mejor manera de complacerle, pensó, pero si era lo que ella quería, lo que ella necesitaba, haría lo que fuera necesario. Seguramente hasta podré disfrutar de todo esto. No, seguro que disfrutaré. Después de todo, la mamada ha sido increíble. Había sido sin duda la mamada más excitante y tal vez la más placentera de su vida. Sí, aquello podía funcionar. Sólo debía dejarse llevar, relajarse e intentar disfrutar.

-No cariño, no te preocupes. –La consoló acariciando su rostro, limpiando las lágrimas que aún no habían tenido tiempo de acabar de formarse con una mano mientras mantenía firme la otra sobre el volante del coche. –Claro que me ha gustado, ha sido… ha estado muy bien.- Isabela percibió el cambió de actitud de su esposo y rodeo el brazo con el que le acariciaba con sus manos mientras sonreía tímidamente.

-¿De verdad te ha gustado?

-Si mi amor, quiero decir, sí, puta. Ahora te voy a llevar a cenar, y después cogeré lo que es mío. Me darás lo que me corresponde.

-Haré todo lo que quieras.- Isabela volvía a sonreír, la culpa había dejado paso de nuevo a la lujuria, que había ascendido como un torbellino de emoción, arrasando cualquier otro sentimiento a su paso. –Tú has pagado por una puta servicial y eso es lo que tendrás. ¿Dónde piensas llevarme a cenar?

-Eso tengo que decidirlo yo que soy el que pago. Tú no tienes ni voz ni voto. Hoy no. Así que estate calladita y mantén las manos donde yo pueda verlas.

Guillermo comenzaba a sentirse mejor. Solo hacía un momento tenía sus dudas sobre toda aquella aventura, pero ahora se sentía relajado, se sentía bien. Se había metido en su papel y había descubierto que se sentía más cómodo de lo que imaginaba. Aquella no era su esposa y él ya no era un marido fiel. La chica que se sentaba en su coche sólo era una vulgar puta y él se había convertido en un putero con dinero suficiente para realizar todas sus fantasías. Guillermo nunca había engañado a su mujer, y nunca lo haría. Pero aquella noche era distinto. Aquella noche engañaría a su mujer, aquella noche se acostaría con una puta. Con la puta en la que se había convertido Isabela. Que paradoja, pensó, voy a engañar a mi esposa con ella misma. Por fin, Guillermo decidió interpretar a fondo el papel que le había sido entregado y encontró valor para parar en la entrada de un lujoso restaurante de las afueras de la ciudad. No era un restaurante al que soliera ir ni él, ni, en principio, nadie de su círculo cercano, pero tampoco era extraño que pudiera encontrarse con algún conocido. Que sea lo que tenga que ser, pensó mientras bajaba del vehículo.

Guillermo aún no había visto con detenimiento el aspecto de su esposa, en el despacho había estado demasiado ocupado intentando entender que pasaba, en la calle, frente a la oficina, sólo le había preocupado que alguien los viera, y en el coche, durante el viaje, no había tenido demasiadas oportunidades de fijarse. Pero ahora era distinto. Ahora su mujer estaba en pie, frente a él, alumbrada por los focos de la fachada de un edificio cualquiera bajo el que caminaban hacia la puerta del restaurante. No estaba especialmente guapa, ni sensual, ni siquiera estaba sexi. Estaba simplemente despampanante, monumental, imponente. Vestida de tal forma que no dejaba prácticamente nada a la imaginación, con sus curvas marcándose bajo la poca tela que la cubría había conseguido el efecto que buscaba. Guillermo estaba convencido que cualquier hombre que la viera sólo sentiría el deseo irrefrenable de arrancarle los trapos que levaba y poseerla. Así, por lo menos, se sentía él.

Pero aquella forma de vestir podría traerles problemas. Consciente de la situación rebuscó de forma disimulada en su billetera hasta encontrar lo que buscaba. Allí estaba, un billete de cien euros que había ocultado con anterioridad a la puta. Lo sacó sin que ella lo notara y lo arrugó ligeramente dejándolo en la mano. Nada más entrar en el establecimiento, el maître, un hombre de mediana edad vestido con traje y corbata se acercó a ellos mirando a Isabela con una cara mezcla de deseo y repugnancia.

-Disculpen, pero me temo que la señorita no vaya vestida correctamente para las reglas de etiqueta que exige nuestro comedor.- El maître se cruzó en su camino cortándoles el paso, invitándoles a darse la vuelta y a salir extendiendo la mano en dirección a la puerta.

-Estoy convencido que no habrá ningún problema.- Guillermo venía preparado para aquello y, conociendo a la perfección los protocolos, alargó la mano donde ocultaba el dinero hasta depositar el billete de forma disimulada en la del maître.- Seguro que será capaz de encontrar alguna mesa adecuada para nosotros.

-Veré lo que puedo hacer,- dijo el maître mientras se guardaba la generosa propina en el bolsillo de la chaqueta.-Acompáñenme, por favor.

Guillermo siguió al hombre por el restaurante y la puta lo acompañó amarrándole fuertemente del brazo.

-Eres un carbón,- susurró Isabela propinándole un fuerte pellizco, -me habías dicho que no llevabas más dinero. Debí habérmelo imaginado.

-Yo siempre llevo más dinero- bromeó Guillermo guiñándole un ojo a su chica.

Todas las miradas se centraron en la pareja mientras atravesaban el salón hasta que fueron acomodados en una mesa, apartada del comedor por un pequeño paraban de tela semitransparente. Poco a poco el volumen de las conversaciones volvió al volumen habitual, algunas continuando donde se habían quedado antes de la interrupción y otras centrándose en aquel nuevo jugoso tema para criticar. Isabela había sido consciente de cómo eran observados con lujuria y deseo por algunos, con desprecio por otros e incluso con rabia por la que, seguramente, debía ser una esposa habitualmente engañada. Alargó el brazo para coger la carta que estaba sobre la mesa pero Guillermo puso rápidamente la mano encima para evitar que ella leyera el menú.

-Tú no puedes pedir. Comerás lo que yo diga.

Isabela comprendió que el juego empezaba a gustarles a los dos. Bajo sumisamente la cabeza y esperó a que su putero decidiera a que debía invitarla. Guillermo no pidió mucho, pero se decantó por los platos más caros del menú, consciente de que en aquel tipo de locales era imprescindible aparentar solvencia económica para alentar al buen servicio. Tras la propina y el suculento pedido, el maître cambió radicalmente de actitud y los trató como si fueran un matrimonio adinerado cualquiera, que simplemente había decidido salir a cenar, algo que, de hecho, no distaba mucho de la realidad. La cena transcurrió sin más incidentes, bebiendo buen champán francés y comiendo algunas delicias del mar y de la tierra.

-El postre estaba bueno, pero no me he quedado totalmente satisfecha.- Dijo Isabela, al terminar el último bocado de la tarta de chocolate que acababa de degusta, apartando la silla y metiéndose bajo la mesa.

-No, por favor, estate quieta.- Los ruegos de Guillermo llegaron tarde.

Isabela, escondida ya de cualquier posible mirada indiscreta, arrodillada bajo la protectora cobertura del mantel, acercó sus labios al paquete de su marido y comenzó a besarle y a lamerle sobre el pantalón. Consiguió bajarle la cremallera apretándola fuertemente con los dientes y decidió, para hacerlo más interesante, no utilizar las manos para nada. Como pudo, utilizando labios, lengua y dientes, consiguió desabrochar el botón de los pantalones y estirando, con su boca como única herramienta, aparto las prendas que le impedían llegar a su objetivo. Guillermo ya totalmente cómplice, colaboró acabando de bajarse los pantalones y retirando por completo su ropa interior. La polla, seguramente debido al nerviosismo, aún lucía flácida, pero a Isabela no le importó. Ella se encargaría de ponerla a tono. Pasó la lengua por los huevos de su cliente despacio, haciendo que el lacio miembro se restregara por su cara, golpeando con la nariz, resbalando por las mejillas, acurrucándose entre sus ojos. Notaba como iba aumentando de dureza, y cuando consideró que ya empezaba a coger forma, se la introdujo totalmente en la boca. Aún no había conseguido que alcanzara su máximo volumen, así que decidió disfrutarla jugueteado con la lengua sin sacarla de la boca mientras acababa de crecer. Cuando alcanzó tal tamaño que fue incapaz de mantenerse en esa posición sin atragantarse se la sacó y, utilizando la lengua, lamió hasta el último milímetro de carne que era capaz de alcanzar. Guillermo jadeaba quedamente para no llamar la atención y se tensó repentinamente.

-¿Desearán algo más lo caballeros?- Preguntó el camarero que le había atendido durante toda la velada.

-No, nada, muchas gracias, sólo la cuenta.- Dijo Guillermo intentando disimular al máximo la situación.

Isabela no solo no se detuvo, si no que, sonriendo, gimió y se movió bruscamente golpeando con la cabeza la parte inferior de la mesa para asegurarse que el camarero se percataba del asunto. Guillermo palideció mientras el camarero miraba, primero a él, con curiosidad y después posaba los ojos cómplices en los pies que sobresalían bajo el mantel de la mesa.

-Estás loca.- Susurró Guillermo mientras el camarero se alejaba sonriendo y meneando la cabeza.

Por toda respuesta Isabela succionó con fuerza el miembro totalmente empalmado mientras pasaba su lengua juguetona por el glande de su chico. Guillermo escondió las manos bajo la mesa y agarro con fuerza la cabeza que se movía entre sus piernas para forzarla ha hacer lo que él quisiera. Levantó la vista y pudo ver como dos de los camareros más jóvenes del local le observaban desde el otro lado del paraban, apoyados en la barra del local mientras reían disimuladamente. Guillermo no les prestó mayor atención y empujo la cara de su esposa hacia abajo con fuerza. Isabela sintió como su marido la presionaba y le introducía la totalidad de la polla en la boca haciendo que llegara hasta su garganta. Intentó zafarse de las manos que la aprisionaban mientras una arcada recorría su cuerpo. Guillermo aflojó ligeramente su presa, permitiéndole tomar aire y volvió a presionar. Isabela que no se esperaba esta segunda arremetida, volvió a atragantarse.

Jadeando y casi sin respiración, consiguió sacarse el falo de la boca el suficiente tiempo para decirle a su marido que, si volvía a hacer algo semejante, le daría tal bocado en la polla que tendría que usar pegamento para recomponérsela. Una vez aclarado el punto uno, continuó relamiendo todo el exterior de la polla y succionando los huevos sin atreverse a meter de nuevo el miembro en la boca ante el temor de que Guillermo la ignorara y volviera ha hacerle aquello. Cuando se tranquilizó y se volvió a sentir con fuerzas, rodeó con sus labios el glande y pajeó con la boca mientras succionaba. Isabela coordinaba lo mejor que podía el movimiento de su cabeza con la lengua y los labios intentando proporcionar el máximo placer posible a su cliente. Guillermo estaba relajado y por suerte, para él, no se le había ocurrido tentar a la suerte, tan solo disfrutaba del momento. Uno de los camareros jóvenes se acercó a dejar la cuenta sobre la mesa intentando no mostrar demasiado descaro, pero sonriendo de forma obviamente demasiado descarada. Guillermo no le hizo el menor caso y ni siquiera contestó cuando el muchacho preguntó si querría algo más. Porque Guillermo no quería nada más en aquel momento, ya iba servido.

Isabela tampoco paró ni aminoró la marcha ante la presencia del camarero, aunque esta vez no hizo nada para delatarse, ya no era necesario. Jamás el la vida habría pensado que podría excitarse sintiéndose observada, no se hubiera imaginado ni por un momento que hubiera posibilidad alguna de sorprenderse debajo de una mesa, vestida como una puta y culpándole la polla a un tío, ni aunque este fuera su marido. De hecho ni siquiera hubiera considerado la posibilidad de no ser su marido a quien se la chupara. Pero había cambiado mucho en muy poco tiempo. Sinceramente esa noche estaba cambiando. Todo había comenzado como un juego, como una redención, pero ahora la estaba trasformando por dentro de una forma absolutamente impredecible.

Isabela desterró estos pensamientos en algún lugar lejano para retomarlos en otro momento y redobló sus esfuerzos. Subía y bajaba la cabeza todo lo deprisa que aquella posición forzada le permitía, mientras recorría el glande con la lengua deteniéndose en cada recoveco. Continuó durante varios minutos esperando que su marido se corriera cuanto antes. Aquello le había parecido una idea fantástica, pero su cliente ya había eyaculado hacía poco y la postura era francamente incomoda. Se replanteó usar las manos para facilitar el trabajo, pero se había propuesto acabar tal y como había empezado, así que continuó. Por fin, cuando ya casi no podía sostener la cabeza por el dolor que sentía en el cuello Guillermo empezó a tensarse. Isabela sintió como su putero comenzaba a mover las caderas de forma brusca y notó como su cabeza chocaba con la mesa en varias ocasiones armando bastante escándalo. A Isabela aquello no le importó en absoluto y bebió con deseo el néctar que, ahora sí, manaba a borbotones impregnando su boca y derramándose por sus labios. Guillermo intentó acallar en lo posible sus gemidos que, se hicieron más audibles, si cabe, por el ruido de los cabezazos que su mujer daba bajo la mesa. La eyaculación había sido considerablemente menos abundante que la anterior e Isabela no tuvo dificultades para terminar con todo el líquido que su marido le regalaba.

Cuando Isabela salió de su escondite pudo darse cuenta del silencio sepulcral causado por sus golpes furtivos y los gemidos de su marido. La mayoría de empleados del local, desde cocinero a camareros, e incluso el maître, los contemplaban desde el estratégico punto de observación que ofrecía la barra. Afortunadamente, o desafortunadamente, según se mirara, el resto de comensales no tenían un ángulo de visión directo por la protección que el paraban ofrecía, pero parecía haberse generado un intenso tráfico entre las mesas y los baños que casualmente pasaba por la abertura del reservado. En otro momento Isabela se hubiera sentido cohibida y avergonzada, pero en aquel momento no, en aquel momento se sintió más excitada si aquello era posible. Necesitaba desahogarse. Guillermo había disfrutado ya de dos tremendos orgasmos pero ella aún no había conseguido nada. Después de todo, se dijo, ella era la puta, y la puta debía satisfacer aunque no fuera satisfecha. Miró a Guillermo que parecía bastante más incomodo que ella mientras se limpiaba los restos de semen que aún quedaban en sus labios con la servilleta.

-Venga, paga y vámonos a tomar una copa.

Guillermo sacó la tarjeta de crédito del monedero sin decir nada y le hizo una seña a los empleados que aún los observaban.

-Espero que todo haya sido de su agrado.- Dijo el maître sonriendo cuando se acercó a retirar la tarjeta para cobrar.

-Estaba todo buenísimo,-respondió Isabela guiñando el ojo al hombre. –Me gustaría repetir en cuanto sea posible.

El maître se marchó riendo mientras Guillermo sacaba el teléfono móvil.

-¿A quien llamas?

-Hemos bebido mucho, no quiero coger el coche.- Guillermo guardó silencio mientras una voz le contestaba al otro lado de la línea. –Buenas noches. Sí, por favor.- Guillermo permaneció callado durante unos segundos y después dio la dirección del restaurante. -¿Veinte minutos? Muy bien, muchas gracias. Si, si, perdone, todo incluido. De acuerdo. Muchas gracias. Sí, sí. No se preocupe, gracias. Buenas noches.

-¿A quien has llamado?

-Ya lo verás. Es una sorpresa.

-¿Puedo invitarles a unos chupitos?- preguntó el maître cuando se aproximó a entregar el recibo del pago.

-Si por favor, que sean de Bourbon, los dos.- Contestó Guillermo.

Se tomaron los chupitos tranquilamente haciendo tiempo hasta que su trasporte llegara a recogerles. Al cabo de unos minutos Guillermo se levantó e Isabela lo imitó. Mientras caminaban hacia la puerta del local las miradas del resto de clientes, ahora si, sin excepción, les recorrían de arriba abajo.

-¿Guillermo?- dijo alguien entre la concurrencia.

Guillermo se dio la vuelta al escuchar su nombre para cruzar su mirada con la de un cliente habitual, el nombre del cual no recordaba.

-¡Que alegría!- exclamo el hombre de nombre desconocido. –No me digas que… No me digas que eras tu el que estabas ahí dentro.- El hombre le sonrió ampliamente.

Afortunadamente compartía mesa con otro hombre de su misma edad y aspecto parecido, lo que indicaba que era un amigo o un socio. Gracias a dios, pensó Guillermo, no había venido acompañado por una mujer, eso hubiera sido más comprometido.

-Si, si, esto… si, hemos venido a cenar y…

-Pero no has venido con tu mujer. ¡Bribón!- El hombre seguía sonriendo y dirigió su mirada a Isabela. –No se ofenda, señorita.

-No podría ofenderme aunque quisiera, caballero.- Contestó Isabela sonriendo furtivamente.

-Bueno, si, eh… no, quiero decir, no. He venido con… con una amiga.- Tartamudeo Guillermo.

-Tranquilo hombre, tu secreto está a salvo conmigo. Ya me pasaras el teléfono de tu amiga, parece ser una autentica gata salvaje. Y está buenísima- dijo el hombre dando una palmada en el culo a Isabela sobándole toda la nalga por debajo de la falda. El acompañante del hombre soltó una carcajada mientras Guillermo se tensaba dispuesto a apartar aquella mano del culo de su esposa. Pero Isabela se lo impidió agarrándole el brazo.

-Por supuesto que te dará mi teléfono, cariño- dijo Isabela mientras arqueaba la espalda y meneaba las caderas.- Por supuesto que te lo dará. Pero no esta noche. Esta noche soy suya.

-Debemos irnos- dijo Guillermo entre enfadado y confundido.

-Adiós chicos- Isabela besó sonoramente en la mejilla inclinándose lo suficiente para dejar a la vista sus generosos pechos a los dos amigos- espero vuestra llamada.

Guillermo e Isabela se alejaron de los dos hombres visiblemente más turbados que unos momentos atrás

-No vuelvas ha hacer eso.- Dijo Guillermo con voz queda.

-Relájate, cariño, hoy soy una puta, y como una puta debo actuar.- Y eso se dijo a si misma. Pero realmente, en el fondo de su ser, sabía que había disfrutado con aquél magreo furtivo. Se había excitado cuando aquél desconocido la había mirado con deseo y la había palpado lujuriosamente y lo sabía, aunque no quería reconocerlo ni ante ella misma.- No te enfades. Ahora vamos a tomar una copa.

Continuará...

jueves, 20 de octubre de 2011

Isabela Capitulo 4: El castigo que una puta merece.

Pobre muchacho, pensó Narciso Portobello mientras repasaba el expediente. Sinceramente no podía sentir más que lástima por el chaval. Pero así son las cosas, la vida no siempre era justa. Y más ahora, con los tiempos que corren. Antes, antes el amor sí que era para siempre. Ahora una pareja se casaba para descubrir a los pocos mese que ya no se querían. Eso ni es amor ni es nada. El amor es sacrificio, es aguante, es solidaridad y sobretodo es sufrimiento. Aunque para los jóvenes, pensó Portobello, nada de eso tiene ya sentido. Ellos solo piensan en el instante, en el momento. ¡Jóvenes! Narciso sacó una caja de fósforos del cajón de su escritorio y encendió una de las pequeñas cerillas diestramente. Se la quedó observando durante unos segundos para acto seguido aproximarla al gran puro que sostenía entre sus dientes. Cuando la llama entró en contacto con la reseca hoja enrollada aspiró profundamente, haciendo que la cerilla y el puro se fundieran en uno solo. Aquello era amor. El fuego y la pasión eran lo primero, la primera bocanada, el sabor de la primera calada. Y luego solo quedaba la lenta combustión. La unión permanente entre el fuego y la planta. Sus pensamientos fueron bruscamente interrumpidos por unos irregulares golpes sobre la puerta de su despacho.

-Comisario Portobello, disculpe, nos dijo que le avisáramos cuando llegara el abogado.- Dijo un joven agente de policía asomando tras la portezuela.

-Bien, sí, bien. Sí que lo dije… Bien, hágalo pasar eh… pasar a mi despacho.- El comisario Portobello ordeno sus pensamientos rápidamente mientras el abogado se sentaba frente a la mesa en una de las pequeñas y viejas sillas.

-Me gustaría entrevistarme con mi cliente en cuanto sea posible, por favor.- Francisco Olmos estaba algo desconcertado por aquella reunión. Al entrar en el edificio e identificarse como abogado de Guillermo Tortajada y tras unos minutos de espera uno de los agentes lo había conducido a aquel despacho. Francisco Olmos no era abogado penalista, pero estaba casi convencido que había allí algún fallo de protocolo.

-Bien, no se sulfure, eh… muchacho. Ahora tendrá eh… bien, tendrá la posibilidad de eh… de hablar con su cliente, bien, ahora enseguida.

-Señor comisario. ¿Puedo preguntar a que se debe esta reunión?

-Bien, eh… Me da lastima el muchacho, pobre muchacho, ha sido toda una putada eh…. Si me permite la expresión, bien, eh… una putada.

-¿Me ha hecho venir para decirme que ha sido una putada, señor comisario?- Preguntó el abogado algo más que molesto.

-No, no, no me malinterprete, bien, como comprenderá esta es una reunión extraoficial, eh… no me malinterprete. Bien, solo quería que supiera que comprendo al muchacho eh… entiendo lo que estará pasando, bien, no me malinterprete, no me malinterprete, no lo justifico, eh… no lo justifico. No podría, eh… como comprenderá no lo justifico, soy agente de la ley, usted ya me comprende, eh… bien.

-Señor comisario, de veras que no comprendo donde quiere ir a parar.- Francisco Olmos estaba totalmente confundido. Aquel hombre que solo hacía que arrastrar las palabras mientras las repetía una y otra vez no parecía decir nada con demasiado sentido y su cliente le necesitaba. –Le ruego sea breve y me permita reunirme con el “muchacho” –continuó, enfatizando la última palabra.

El comisario parecía prestar más atención al puro que fumaba que a las palabras del abogado y continuó como si este no hubiera dicho nada.-Ya me comprende, bien. Es comprensible, es compresible, pobre muchacho, no me malinterprete, bien, no lo justifico, pobre muchacho. Bien, y la mujer, la chica, embarazada, la chica. Que desgracia.

-¿Isabela está embarazada? Mi cliente no me lo ha comunicado. –Francisco Olmos estaba cada vez más perplejo. -¿De cuánto tiempo…?

-No tiene importancia, bien, no tiene importancia eh… es posible que el muchacho ni siquiera lo sepa.

-¿Isabela se lo ha dicho a ustedes? ¿Le ha dicho a la policía que está embarazada antes que a mi cliente? Esto no pinta muy bien….

-No me malinterprete, eh… no me malinterprete muchacho, ella no me ha dicho nada, bien, digamos que he usado métodos poco habituales para averiguarlo, métodos poco eh… poco científicos, por así decirlo. Créame, después de nueve hijos y doce nietos sé si una mujer está embarazada eh… embarazada con solo mirarla.

-Por favor, señor comisario, no quisiera ser descortés pero. ¿Dónde quiere llegar con todo esto?

-Bien, veo que le gusta ir al grano, eh… esto es extraoficial, por supuesto, todo extraoficial. No me malinterprete, no lo justifico, es un crimen, no lo justifico, nada justifica eh… nada justifica quitar una vida, no me malinterprete, yo soy agente de la ley, no me malinterprete, la ley eh… ante todo, bien, no lo justifico, pero me eh… me apiado del muchacho, el mismo nos llamó, no me malinterprete, estuvo mal, muy mal, pero no quiero ni pensar eh… Bien, no me malinterprete, estuvo mal. Pero tengo una buena noticia para usted y para el muchacho eh… no me malinterprete, estuvo mal…

-Señor comisario, por favor la buena noticia.

-Bien, bien, El juez, el juez, bien. El juez Flores, no me malinterprete eh… esto es extraoficial, por supuesto, bien, el juez Flores, el juez de guardia, el que acudió al lugar del crimen. Bien, el juez Flores…

-¿Qué pasa con el juez, señor comisario?- Francisco Olmos estaba algo más que desesperado y se preguntó si no sería solo una técnica del comisario para hacerle perder los papeles.

-El juez Flores, han tenido suerte, han tenido suerte, esto es extraoficial eh… extraoficial, por supuesto, pero han tenido suerte, dígale a su cliente que debe firmar una confesión cuanto antes eh…cuanto antes.

-¿Así que es eso? ¿Pretende presionarme para que declare culpable a mi cliente?

-No, por Dios, no, eh… no me malinterprete. El muchacho me da lastima, ha colaborado, no es más que una víctima, eh… recomendaremos que se le trate bien, usted ya me entiende, eh… No, el juez Flores, su mujer, la mujer del juez.

-¿Qué pasa con la mujer del juez?- Francisco Olmos ya no sabía que hacer.

-Sí, la mujer, la mujer del juez. Se largó, se fue con otro, lo engaño eh… se la pegó, ya me entiende, eh… ya me entiende… han tenido suerte, el juez Flores aún está de guardia. No me malinterprete, esto es extraoficial, pero eh… me da lastima el muchacho, el juez Flores será comprensivo. Supongo que la fiscalía tratará de que no lleve el caso pero bien, si la confesión del muchacho llega a la mesa del juez antes de que acabe la guardia eh… tal vez lo tengan más difícil eh… todo junto, el informe policial, la confesión, todo pasará por el mismo juez, ya me entiende, esto es extraoficial, por supuesto eh… totalmente extraoficial, ya me entiende.

-Gracias señor comisario, hablaré con mi cliente.- Francisco Olmos no sabía que pensar. Su cliente era culpable, eso estaba claro, y no creía que Guillermo pensara negarlo. Si lo que el comisario acababa de decir era cierto, tenía una posibilidad de que el juicio fuera favorable. Aunque tal vez todo era una treta para cerrar el caso rápidamente. -¿Algo más señor comisario?

-Eh… no, no, vaya con el muchacho, vaya.

***

La relación de Isabela con los dos hombres había cambiado mucho desde aquella fatídica noche en la que los cuernos se consumaron. Isabela no quería ver a Ignaki, intentaba evitarlo en la medida de lo posible, aunque no le era fácil. Seguían cruzándose en el trabajo y seguía viéndole a todas horas con su marido. Aunque principalmente intentaba no quedarse nunca a solas con él, Ignaki no parecía quererse dar cuenta de la situación y aprovechaba cada ocasión que podía para acercarse a ella por la espalda, cogerla por las caderas, acariciarle el cuello, agarrar su mano o incluso sobarle el culo. Isabela siempre se revolvía, se apartaba, huía rogándole que la dejará, que no continuara, que no podía ser, que ella amaba a su marido y que no volvería a pasar nunca más nada como aquello. Solo en lo más profundo de su alma se reconocía que cada vez que Ignaki se acercaba a ella sorpresivamente le daba un vuelco el corazón, que vez que él la tocaba se le erizaba el vello de la nuca y que cada vez que la miraba su mente volaba hacia el recuerdo de aquella noche que solo quería olvidar.

Por otro lado, no sabía muy bien por qué, la relación con Guillermo estaba mejor que nunca. El sentimiento de culpa que la carcomía hacía que le perdonara todo, le impedía enfadarse en lo más mínimo con él y le obligaba a cumplir cada uno de los deseos de su marido. Guillermo también estaba especialmente atento con ella, y eso la asustaba. Se preguntaba continuamente si sospecharía algo, si sabría algo, si Ignaki le había contado algo de lo que aquella noche había sucedido. Pero de ser así no entendía que él estuviera de tan buen humor. ¿Se sentiría satisfecho de compartir a su mujer con su amigo como hacía con todo lo demás? No, eso era imposible. ¿O no? Tal vez solo reaccionaba a su estado de ánimo. Tal vez solo sentía que ella estaba sufriendo y trataba de consolarla. Tal vez percibía que podía perderla en intentaba aferrarse a ella. O tal vez solo respondía con mimos agradecidos a los cuidados culpables de ella.

Lo único que no parecía haber cambiado en absoluto era la relación de los dos amigos. Seguían tan unido como siempre, trabajando, riendo, bromeando, Isabela no entendía como Ignaki podía soportarlo sin cargo de conciencia, y tampoco sabía cómo podía soportarlo ella. Debía quitarse la culpa de encima, debía dejar de recordar aquella noche con lujuria y vergüenza y sobre todo debía seguir con su vida y con su matrimonio dejando atrás aquel error. ¿Pero como? ¿Cómo se hacía eso? ¿Cómo seguías adelante con el peso de la culpa?

Isabela pensó que quizás sería capaz de desprenderse de si no toda, por lo menos una parte de la culpa, compensando a su marido con una noche de servidumbre, una noche en la que haría que disfrutara más de lo que había disfrutado nunca. Y así, podría olvidar. Así podría sustituir aquellos recuerdos por unos nuevos. Así podría fingir que nuca había engañado a su amado porque siempre había sido él con el que se acostaba aquella noche. Tras mucho pensarlo, Isabela comprendió que la forma de redimirse y recibir castigo al mismo tiempo era que su marido la tratara como la puta que había sido. Le había traicionado, le había engañado y le había mentido. Se había comportado como una auténtica puta y ahora él debía de tratarla, aunque solo fuera por una noche, como si de una puta barata se tratara, se lo merecía. Ella recibiría su castigo, sería maltratada, sería humillada y su amado sería el encargado de castigarla. Evidentemente, el nunca sabría el motivo del castigo, el nunca entendería el porqué. Pero eso era lo de menos, el la castigaría y ella podría seguir con su vida. Isabela se daba cuenta que la teoría no era muy buena, pero no sabía que otra cosa hacer, debía intentarlo, debía convencerse de que funcionaría. A veces, cuando se dice algo con la suficiente convicción, no importa si es verdad o mentira, todos lo aceptan como valido, tal vez, en esta ocasión, si lo hacia convencida de que funcionaría todo se arreglaría. Sí, tal vez, estaba convencida de que sí. Estaba segura. Y no hacía más que repetírselo una y otra vez. Sería castigada como la puta que era.

Isabela decidió cuidar hasta el más mínimo detalle. Todo debía ser perfecto. Debía ser una puta, comportarse como una puta y ser tratada como una puta, pero sobre todo, debía vestirse como la puta que era. Aquella misma tarde se fue a comprar algo apropiado para la ocasión. A Isabela le gustaba comprar ropa, disfrutaba con ello y podía permitírselo en gran medida, ella lo sabía, por la dedicación al trabajo de su marido. Pero hoy no iba a buscar ropa de marca, hoy no iría a ninguna boutique de moda, hoy no. Hoy debía buscar algo zafio, algo hortera, algo que solo una puta de esquina se pondría, porque ella solo era eso, y eso es lo que iba a ser aquella noche. Condujo hacia las afueras y aparcó en un barrio humilde donde estaba convencida que podría encontrar lo que quería. Aún era temprano y el sol calentaba con fuerza el ambiente mientras los niños correteaban en un parque cercano ante la atenta mirada de sus madres. Isabela recorrió las calles del suburbio hasta que encontró lo que buscaba. En una callejuela cercana a la avenida que partía el barrio descubrió una pequeña tiendecita cochambrosa en la que se vendían prendas sobre todo intimas. Entró con la mirada gacha y le pidió a la dependienta, una mujer de mediana edad, ayuda para parecer una auténtica fulana.

-Mira la niña rica,- rió la dependienta. –cumpliendo una fantasía, ¿verdad?

Isabela intentó guardar la compostura mientras la dependienta le enseñaba todo tipo de prendas que solían comprar las jóvenes del barrio que intentaban labrarse un futuro utilizando su cuerpo para salir de la miseria. No se había equivocado, aquella tienda apestaba a prostitución en cada una de sus esquinas. Al poco rato salió de la tienda portando un paquete con una minifalda negra que más parecía un cinturón, un top muy escotado de color amarillo que casi no dejaba nada a la imaginación, y unas medias de rejilla acompañadas de unos zapatos rojos de tacón alto. El conjunto no era elegante, no combinaba y ni siquiera era bonito, pero era lo que necesitaba.

Isabela volvió a su casa y lo primero que hizo es llamar a su marido. Se aseguró de que no tenía mucho trabajo aquella noche y después de que él le asegurara que no volvería demasiado tarde, promesa que jamás cumplía, se fue a la ducha. Estaba extremadamente excitada. Todo aquello había comenzado con la única intención de recibir su merecido castigo, pero cada vez era más consciente de que era algo que deseaba profundamente. Deseaba sentirse sucia, deseaba sentirse puta. Siempre había sido una niña buena de familia bien. Sí, había tenido sus desmadres, había follado y había bebido, pero nunca se había sentido sucia, nunca se había sentido mala, y empezaba a gustarle la sensación. Eso no cambiaba nada respecto a su castigo, ni siquiera cambiaba las cosas respecto a Ignaki, aquello no debía repetirse, pero la sensación era inigualable. Era una puta, una zorra, una guarra cualquiera, y eso le gustaba.

Mientras el agua caliente caía sobre su cuerpo desnudo Isabela comenzó a acariciarse los pechos con las manos llenas de jabón. No entendía que le pasaba pero su cuerpo agradecía las caricias y su sexo empezó a humedecerse. Isabela continuó masajeándose las tetas mientras su mente fantaseaba con lo que ocurriría aquella noche. Ella y Guillermo, juntos, como puta y cliente, e Ignaki. ¡No! El no tenía cabida en su fantasía. Isabela alejó la imagen de su amante y se concentró en su esposo. Ahora solo pensaba en Guillermo. Él era el único hombre que le interesaba. Isabela se frotaba con las manos jabonosas acariciando su estomago, sus caderas, sus piernas mientras imagina el brutal castigo al que la sometería su esposo. Imaginó que él se enteraba de todo, que ella se lo decía esa misma noche, lo imagino enfurecido mientras ella, acobardada, vestida como la puta que era se acurrucaba a sus pies, llorando, implorándole clemencia. Él se la negaba, la insultaba, le pegaba y después se la follaba como si no fuera nada, como si fuera una puta.

Isabela se sentía cada vez más excitada imaginando la escena, metió la mano entre sus piernas y acarició con ternura su sexo, introduciendo lentamente los dedos en su vagina mientras se calentaba cada vez más. Dejó volar la imaginación. Allí estaba Guillermo, follándosela como si no hubiera mañana, y de pronto, la puerta se abría y entraba Ignaki. Guillermo lo miraba, primero con odio, luego con complicidad. “¿No quieres fallártela?” Ignaki sonreía y su marido la ofrecía “Fóllatela, ahora, aquí, delante de mí. Vamos a follárnosla los dos”

El agua de la ducha empapaba todo su cuerpo mientras Isabela acariciaba su clítoris sintiendo como la oleada de calor la invadía. Su fantasía subió de intensidad cuando Ignaki se bajó los pantalones y le embistió la boca. Ella, a cuatro paras era follada sin piedad por los dos amigos, Guillermo la penetraba con violentas embestidas por detrás mientras Ignaki le follaba la boca metiéndole la polla hasta la garganta.

Isabela se corrió mientras imaginaba el sabor del semen de su amante en su boca y el de su marido en su coño. Mientras su cuerpo se movía espasmódicamente abría y cerraba la boca para sentir el agua de la ducha entrar y salir derramándose entre sus labios como si del semen de su amigo se tratara.

Cuando el placer del orgasmo se disipó Isabela se sintió terriblemente culpable de nuevo. Todo esto tenía el único objetivo de redimirse frente a su marido. Fantasear con Ignaki no le llevaría a nada bueno. No debía volver a suceder. Pero le había gustado. Siendo sincera con ella misma le hubiera encantado ser follada por aquellos dos machos a la vez. Sus dos machos. ¡No! El único macho de Isabela era Guillermo. El único. Pero tenerlos a los dos, a los dos a la vez… Sin miedos, sin problemas, sin celos, tenerlos a los dos para ella, ser su puta, su esclava sexual. Sería fantástico. Isabela notó como volvía a encenderse y se forzó a cambiar de pensamiento. Esta noche debía estar solo para Guillermo, esta noche debía ser su puta, esta noche era solo suya y debía apartar a Ignaki de sus pensamientos. Tal vez demasiado tarde se estaba dando cuenta de que la pretendida solución podía ser más un problema.

Isabela se secó cuidadosamente, se dirigió al espejo y sacó del cajón un gran maletín de maquillaje que Guillermo le había regalado hacía tiempo. Isabela no solía maquillarse demasiado y los únicos colores que había gastado del set eran los más claritos que solían pasar desapercibidos. Ella era una mujer guapa y lo sabía, no necesitaba maquillarse de forma ostentosa, solo un toque de color para resaltar sus ojos y un poco de color en verano. Pero hoy no. Hoy se maquillaría como una furcia. Primero buscó el pintalabios más llamativo que encontró y cuando sus labios rebosaban rojo pasión los perfiló cuidadosamente. Encontró una sobra de ojos de un azul intenso y se la aplicó de forma abundante por los parpados. El efecto general era bastante bueno pero lo enfatizó palideciéndose la cara con maquillaje blanco. Isabela no sabía cómo se maquillaban las putas, pero al mirarse al espejo quedó bastante satisfecha.

A continuación procedió a vestirse, lo hizo tal cual si fuera un ritual. Dejó abandonada la toalla sobre la cama y se introdujo en la pequeña minifalda. Se sentía en parte vulnerable, la falda era extremadamente corta y ella no llevaba ropa interior, pero a la vez, se sintió excitadísima, ahora si iba a ser una puta de verdad. Se puso frente al espejo de la habitación y observó su aspecto frente a él. Totalmente desnuda, exceptuando la falda cinturón y con aquel maquillaje parecía la más vulgar de las zorras. Isabela se dio la vuelta para verse por detrás y contempló entre avergonzada y excitada como le sobresalía la parte baja del culo de la falda. Isabela agachó el torso y miró entre sus piernas rectas al espejo para descubrir como en esa posición no solo dejaba todo su trasero descubierto, sino que cualquier observador indiscreto vería de lleno todas sus partes íntimas.

Bastante contenta con el resultado, Isabela deslizó el top por sus brazos. Le venía extremadamente ceñido y tuvo que hacer un esfuerzo para colocar las tetas dentro de la prenda. Le apretaba sobremanera la parte inferior de los pechos haciendo que desbordaran sobre la tela. Isabela volvió a mirarse en el espejo y sonrió picadamente al observar que había más pecho fuera que dentro de la ropa. Incluso uno de los pezones parecía sobresalir por el borde del ajustado top. Isabela se sentía bien, se sentía contenta, se sentía zorra. Para reafirmar este sentimiento decidió terminar poniéndose las medias que remataban el efecto que pretendía conseguir. Por último, metió sus pies descalzos en los llamativos zapatos. Ahora sí. Por fin, ahora vestía como la puta que era.

Isabela se dirigió tambaleándose sobre los altos zapatos hacia la puerta y cogió un abrigo del pequeño armario del recibidor. Realmente no le preocupaba demasiado que la vieran así, pero… No los vecinos, no la gente conocida. Que la vieran así los extraños la excitaba, pero le aterraba que alguien cercano la descubriera. Después de todo, y pese a las fantasías, ella era una chica bien. Isabela se enfundó en el pesado abrigo y salió a la calle. No hacía frío, tampoco calor, era una noche bastante agradable, pero embutida en la calurosa prenda pronto empezó a sudar. A los pocos mutuos llegó al coche y condujo como ensimismada hacia la oficina que compartía con su marido

¿Y si Ignaki estaba allí? Se preguntó entre excitada y enfadada. No había pensado en eso. Él solía quedarse muchas noches con su marido. Tal vez si la vieran así decidirían follársela entre los dos, como en la fantasía. Pero no, eso no sucedería. Esperaba que Ignaki no estuviera, si no, le tocaría inventarse algo.

Al llegar al aparcamiento del edificio donde se situaba la central de la empresa descubrió aliviada, aunque también un poco apesumbrada por lo que pudo ser y no será, que el coche de Ignaki no estaba, lo que quería decir que ya se había ido. Isabela Subió en el ascensor hasta la planta en la que se encontraba la oficina de su marido y entró intentando hacer el mínimo ruido con la llave. Una vez dentro, en la recepción, escuchó y miró cuidadosamente. Solo se veía encendida la luz del despacho de Guillermo y solo se oía el teclear de su ordenador. Perfecto, no se había dado cuenta de que ella estaba allí.

Por un momento, parada en la puerta pensó que quizás él estaba con otra, que tal vez la estuviera engañando, que al entrar en el despacho lo vería en manos de otra mujer. Y la sorpresa llegó cuando este pensamiento no la enfureció, no la enfadó, ni siquiera la molestó. Al contrario, la excitó terriblemente, su hombre en manos de otra mujer, ella entrando, descubriéndolos, asumiendo, en parte, el castigo que le correspondía. Acercándose a ellos, sonriendo mientras Guillermo la miraría con cara de pánico, repitiendo sin duda el tópico, “cariño, esto no es lo que parece”, y ella, le besaría, le diría que sí, que sí es lo que parece, pero que no pasa nada, que ella también quería participar, que serían tres, que todo lo de él era de ella, que la chica a con la que la engañaba también le pertenecía. Pero no, ella sabía que no. No entendía porqué, no comprendía como, después de lo que ella misma había hecho podía estar tan segura, pero sabía con total certeza que Guillermo no la engañaba.

Se quitó el abrigó dejándolo caer a sus pies y excitada por el pensamiento que acababa de tener entró en el despacho de su marido. Guillermo levantó los ojos del ordenador sobresaltado por la presencia que no esperaba y se sorprendió aún más al ver a su mujer vestida y pintarrajeada de aquella manera.

-¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí? ¿De dónde vienes? ¿Por qué vas así?- Preguntó Guillermo de forma atropellada sin entender la situación.

Isabela no contestó de inmediato. Se acercó a la mesa de su hombre y cogió la mano de él introduciéndola debajo de su falda haciéndola entrar en contacto con su coño. Cuando notó que la mano de Guillermo, todavía ojiplático se quedó firmemente anclada a ella, llevó la suya al paquete él.

-Esta noche voy a ser tu puta. Quiero ser tu puta.-Le susurró Isabela mientras masajeaba su miembro.- No digas nada, no es negociable. Pero vamos a hacerlo bien. Me voy a bajar, voy a salir a la calle y voy a esperarte en la puerta del edificio. Tú saldrás, te subirás al coche y pasaras a por mí, yo estaré frente a la entrada. Pararas frente a mí y me solicitaras mis servicios. Después me llevaras a cenar, y, después, iremos a un motel, al sitio más cutre que te imagines. Y me follaras como tú quieras, me harás lo que tú quieras, me pegaras, me humillaras y me castigaras porque soy una puta. Porque seré tu puta. ¿Lo has entendido?

-¿Pero…? ¿Pero yo…?- Dijo Guillermo aún sin entender lo que estaba pasando.

-No es discutible, ahora me voy. Te espero en cinco minutos, en la puerta.

Guillermo esperó varios minutos sentado en su escritorio. No entendía nada. Pero su mujer lo acababa de poner extremadamente cachondo. No sabía que coño le había pasado pero no estaba dispuesto a dejar pasar una oportunidad así. Cierto era que el sexo entre ellos había menguado mucho, pero no era porque no la encontrara atractiva, al contrario, le gustaba más que nunca, pero el sexo se había vuelto monótono. Siempre lo mismo. Siempre igual. Y ahora, de repente, ella llegaba ofreciéndole una nueva experiencia. No pensaba dejarlo correr. Guillermo se puso la americana y bajó corriendo las escaleras de dos en dos sin esperar al ascensor y sin tan siquiera apagar las luces del despacho.

Continuará...

miércoles, 19 de octubre de 2011

Isabela Capitulo 3: Engaño consumado.

Estaba claro que Guillermo no sospechaba nada. ¿Y como iba a sospechar? Pobre ingenuo, se lo tenía merecido por confiar tanto en él. Ignaki sonrió con malicia mientras volvía al lado de su amada. Isabela volvía a estar acurrucada en el sofá, con el rostro enterrado entre sus manos. Ignaki se sentó junto a ella y la abrazó mientras intentaba apartar sus delicados dedos para besarla. Isabela descubrió su rostro y miró a su amigo con lágrimas en los ojos.

-Esto no está bien, debería volver a casa, debería hablar con Guillermo.- Dijo Isabela intentando secar sus ojos con el dorso de la mano.

-No, no, ahora ya no puede ser. He hablado con él y le he dicho que te habías quedado dormida. Mañana lo verás todo con mucha más claridad, seguro.

-¿Ya has hablado con él? ¿Qué te ha dicho?- Pregunto Isabela esperanzada.

-No me es fácil decirte esto, de verdad.

-¿Qué te ha dicho?- Los ojos de Isabela volvieron a inundarse de lágrimas.

-Me ha dicho que le daba igual, que hicieras lo que quisieras, que no le importaba en lo más mínimo donde pasaras la noche. Creo que no estaba solo.

Isabela no pudo contener más las lágrimas y rompió a llorar de nuevo dejando que su amigo la estrechara entre sus brazos. Isabela correspondió al abrazo y así permanecieron durante unos minutos. Isabela e Ignaki abrazados, ella llorando y él dejándola llorar. Cuando Ignaki sintió que su amiga comenzaba a relajarse pasó a la acción. Ya no podía esperar más. Era ahora o nunca. Ignaki comenzó a besar a Isabela primero por la cara, luego por el cuello, despacio, saboreando sus lágrimas, disfrutando cada segundo que sus labios estaban en contacto con la piel de ella. Pasaba tiernamente sus manos por el cuerpo de su amada. Acariciando sus piernas, recorriendo su cintura, acariciando sus brazos. Todo con exquisita ternura, con tranquilidad, con suavidad, intentando que su amada se relajara y se rindiera entre sus brazos.

Isabela no oponía resistencia. Dejaba que su amigo la besara, que la acariciara y la mimara. Enterarse de que a su marido no le importaba lo más mínimo su suerte había acabado de romperla por dentro. Necesitaba sentirse querida, sentirse mimada. Ignaki estaba consiguiendo hacerla sentir de nuevo una mujer. Sabía que no estaba bien. ¿Pero por qué no estaba bien? Guillermo debía estar ahora mismo besando a aquella otra mujer, haciendo disfrutar de los besos que le negaba a ella. Y ella tenía todo el derecho a disfrutar de lo que ahora se le ofrecía. Isabela agarró fuertemente a Ignaki por la cabeza con ambas manos y le acercó hasta que sus labios se fundieron en un ardiente beso.

Ignaki besó a la mujer a la que amaba como si nunca hubiera besado antes, como de un adolescente explorando se tratara, como si sus labios nunca hubieran probado a otra mujer. Había soñado tantas veces con tumbarse sobre Isabela y fundirse con ella. Había fantaseado tanto con aquel momento que ahora que estaba ocurriendo era incapaz de separarse de ella. Recorrió con sus manos el deseado cuerpo de la mujer de su amigo hasta alcanzar los botones de su camisa, los cuales fue desabrochando pausadamente, uno a uno, apartando la prenda cada vez que rebasaba uno de los pequeños anclajes que la mantenían oculto de él, acariciando su tersa piel cada vez que tenía oportunidad, sintiendo su calidez con la yema de los dedos. Cuando hubo soltado el último botón abrió con ambas manos la camisa para dejar al descubierto su pecho ahora solo protegidos por el sujetador.

Isabela ya no era la adolescente de la que Ignaki se había enamorado. Cuando se conocieron apenas tenía dieciocho años. Ahora, más de una década había pasado por ellos, pero Isabela estaba mejor que nunca. El tiempo había sido extremadamente generoso con ella. Y con poco más de treinta años era una mujer más atractiva si eso era posible. En cualquier caso se notaba que se cuidaba, el tiempo que invertía en el gimnasio era evidente. Sus piernas eran firmes y su estomago plano. Sus anchas caderas estaban perfectamente contorneadas y hacían enloquecer a Ignaki cada vez que la miraba. Sus abultados pechos, sin ser excesivamente grandes, se mantenían firmes y poco habían permitido hacer a la gravedad. Pero lo que seguía cautivando a todos aquellos que se atrevían a mirarla eran aquellos preciosos ojos azules, enmarcados en una cara de apariencia angelical. Ojos con los que ahora miraba lujuriosamente a su amigo.

-Nunca me habían besado como tú lo haces- dijo Isabela mientras se incorporaba en el sofá para permitir a su amante desabrocharle la única prenda que aún escondía sus pechos.

Como única respuesta Ignaki volvió a juntar sus labios con los de ella para nuevamente mezclar sus lenguas entre sus húmedas bocas. Ignaki era un hombre atractivo, pensó Isabela, que nunca se hubiera fijado en él de ese modo, no significaba que ahora no pudiera hacerlo. A ella le gustaba su marido, aunque debía reconocer que el hombre al que ahora besaba era, objetivamente, mucho más atractivo. Ignaki era atlético, deportista, mientras que su marido pasaba los días enteros en la oficina. El hombre que la acariciaba tenía los músculos bien definidos, una espalda ancha y un torso que parecía esculpido. Guillermo por el contrario estaba demasiado delgado, casi apagado, como la sombra del joven que un día fue, la mala alimentación y el exceso de trabajo lo habían hecho quedarse en los huesos. Isabela siempre insistía en que comiera bien, pero sólo comía bien cuando estaba ella, y eso era en muy pocas ocasiones. Isabela cerró los ojos con fuerza, no quería pensar en su marido, ahora no. Extendió sus brazos hasta posarlos en el culo de Ignaki y lo acarició notando su firmeza mientras su amante, que había conseguido liberar ambas tetas de la prisión a la que las sometía el sostén, comenzó a hacer lo propio con sus pechos.

Isabela apartó a su amante para poder zafarse por completo del sujetador pasando cada uno de los tirantes por sus brazos. Una vez liberada agarró con firmeza la parte inferior de la camiseta de Ignaki y estiró para desnudar su torso. Isabela pudo notar el calor que desprendía su amante cuando sus cuerpos entraron en contacto. Ignaki pasó su lengua por los labios de Isabela y ella respondió lanzando la suya para interceptarla. Ambas leguas jugaron de forma lujuriosa mientras los dos amantes se frotaban uno contra el otro. Ignaki sentía la delicada piel de su amiga rozando la suya, podía notar como el corazón de Isabela latía violentamente, como latía por él, pensó.

-Vamos a la cama.- Isabela se sentía como en una montaña rusa. Sus emociones subían y bajaban. Tan pronto se sentía querida y deseada de nuevo, como le invadía la culpa o la consumían los celos. Lo único que tenía claro era que los besos y abrazos de Ignaki la reconfortaban, y no quería que acabasen.

Ignaki se puso en pie y agarró a Isabela por los brazos para alzarla. Se quedó contemplando a su amada frente a él, semidesnuda, y juró guardar aquel recuerdo durante el resto de su vida. Allí estaba ella, mirándolo con aquellos inmensos ojos azules, con su preciosa cabellera color fuego toda revuelta y con una media sonrisa en los labios. Ignaki sintió un tremendo deseo de besarla, y rindiéndose a sus impulsos más primarios se abalanzó sobre ella levantándola en el aire. Isabela no pesaba demasiado y no fue problema para un hombre corpulento como Ignaki elevarla. Isabela rodeó la cintura de su amante con las piernas y le pasó los brazos por la nuca alzando el cuello para permitir que el la besara. Ignaki recorrió con sus labios el escote de la mujer, lamiendo cada centímetro, saboreando cada parcela del dulce manjar que el destino finalmente le brindaba. Ignaki de pie con Isabela a horcajadas sobre él se desplazó como pudo en dirección a la escalera que conectaba el salón con la planta alta en la que se encontraban las habitaciones. Cuando alcanzó el lugar donde comenzaban los escalones se acercó a la pared de la sala haciendo que la espalda de Isabel quedara apoyada en el muro.

Isabela sintió el contacto de la fría pared en su espalda y se arqueó elevando los pechos hasta que estos quedaron a la altura de la cara de Ignaki que sin dudarlo un segundo se enterró en ellos. Isabela gemía terriblemente excitada. Hacía bastante tiempo que no practicaba sexo, pero más tiempo hacía que no lo disfrutaba con pasión. Las últimas relaciones con su marido no habían pasado de ser meros contactos rutinarios, casi como obligándole a que hiciera algo que no deseaba, pero esto. Esto era totalmente distinto. Ignaki la atacaba con pasión, con ternura, con amor, le generaba sensaciones que creía olvidadas hacía mucho tiempo. Isabela se impulsó con los brazos apartándose de la pared y obligando a su amante a soltarla para evitar que ambos cayeran al suelo. Ignaki miró a Isabela sorprendido por la maniobra y observó que ella le devolvía la mirada como si de una leona hambrienta se tratara. La suerte estaba echada, las cartas se habían repartido y todos habían jugado su mejor mano, ahora tocaba el momento de la victoria. De su victoria.

Ignaki atrajo a su amiga pasándole uno de sus brazos por la espalda mientras que con el otro deslizaba las manos hacía el botón de sus pantalones vaqueros, desabrochándolos con la habilidad que solo puede dar haber desabrochado cientos de vaqueros de mujeres ardientes. Con el pantalón de Isabela ya suelto, Ignaki se agachó delante de ella y tomando sus pies le quitó los zapatos, lanzándolos sin miramientos a su espalda. Sin levantarse, tan sólo alzando la mirada, cogió los bordes del vaquero de Isabela y se lo bajó hasta que quedó totalmente en el suelo para después ayudarla a desprenderse totalmente de él. Ahora Isabela estaba totalmente desnuda a excepción de las finas braguitas rojas. Ignaki se levantó haciendo una parada para besar el bajo vientre justo donde reposaba el elástico de la única prenda que le quedaba a Isabela. Cuando terminó el ascenso se encontró a una Isabela que mordisqueaba su labio inferior y lo miraba con deseo. Le dio un corto beso y agarrándola del brazo la condujo hacia las escaleras.

Ignaki abrió la marcha en dirección al piso superior mientras Isabela le seguía subiendo los escalones con la cara a escasos centímetros de su culo. Al llegar a la mitad de la escalera no pudo contenerse y le agarró fuertemente por debajo de la cintura arrimando la cara a sus pantalones. Ignaki que no esperaba esto cayó hacia delante al enredarse con los brazos de su amiga que le rodeaban desde detrás.

-¿Pero que haces? Casi me mato –Rió Ignaki mientras se daba la vuelta tumbado en los escalones.

Isabela, que también había caído sobre las piernas de su amante no dijo nada, simplemente esperó a que Ignaki se diera la vuelta y, con algo más de dificultad de las que él había tenido, aprovechó para desabrocharle el pantalón. Isabela estiró con fuerza de las perneras que salieron sin problemas. Gracias a que Ignaki nunca llevaba zapatos cuando estaba en casa los pantalones bajaron sin engancharse dejándolos ahora sí a los dos prácticamente sin nada con lo que tapar sus encendidos cuerpos. Isabela se apoyó en las rodillas y en las manos para subir un par de escalones y quedó a la altura del paquete de Ignaki. De forma lasciva Isabela comenzó a pasar su lengua sobre los los bóxers de Ignaki que apenas podían contener el bulto que escondían. Cuando la ropa interior de su amante ya estaba totalmente empapada de su saliva, Isabela continuó ascendiendo arrodillada hasta alcanzar sus labios y se besaron como si dos animales en celo se trataran. Isabela cortó el beso de forma brusca, apartando sus labios de los de Ignaki y continuó su ascenso, arrodillada sobre él hasta dejar su sexo a altura de sus labios. Ignaki lamió la ropa interior empapada de jugos como ella había hecho antes con la suya. Isabela gemía descontroladamente y frotaba su coño contra la cara de su amigo.

-Vamos arriba.- Jadeó Isabela poniéndose en pie y avanzando por los últimos escalones que la separaban del éxtasis absoluto.

Ignaki se levantó y corrió detrás de ella hasta alcanzarla justo en la puerta del dormitorio principal. Cuando estuvo a su altura la rodeó desde detrás con sus fuertes brazos impidiéndola avanzar y la besó en el cuello. Isabela, con el cuerpo totalmente inmovilizado giró la cara para buscar los labios de Ignaki. Él abandonó inmediatamente el cuello de su amada para acudir a la llamada de sus labios. Durante el ardiente beso Ignaki aflojó la presión que ejercía sobre su pareja para abrir la puerta del dormitorio de un empujón. Cuando Isabela se sintió libre y vio la puerta abierta ante ella se revolvió y corrió hasta la cama, que se encontraba en el centro de la sala, saltando sobre ella y dándose la vuelta para quedar totalmente expuesta al hombre que la perseguía.

Ignaki quedó momentáneamente sorprendido por la extraña fuga que había tenido lugar entre sus brazos, pero cuando alzó la vista y vio a su amada tumbada en la cama, con la espalda sobre el colchón y las piernas ligeramente abiertas, ofreciéndosele de aquella manera, no pudo resistirse y se lanzó a por ella. Cuando llegó a la altura de la cama, Isabela cerró las piernas y se tumbó lateralmente, dándole la espalda, haciéndole entender que no iba a ser tan fácil. Ignaki se tumbó tras ella, rodeándola con los brazos, acariciándola de forma sensual y restregando su erecto miembro con el culo de ella. Isabela no se hizo de rogar y se giró para quedar frente al hombre que la estaba haciendo disfrutar. En esos momentos no había cabida para ningún otro sentimiento que no fuera la lujuria. Había olvidado todo, sus dudas, sus temores, sus celos, sus odios, todo. Ahora sólo estaban ella y él.

Isabela deslizó su mano sobre las sabanas hasta alcanzar el paquete de su amante. Bajó el bóxer todo lo que pudo desde la posición en la que estaba con el objetivo de liberar el erecto miembro de Ignaki que sobresalió majestuoso. Isabela comenzó a acariciarle la polla comparándola inevitablemente con la única que había tenido entre sus manos. La de su marido no era pequeña y era más gorda que la que tenía en su mano, pero realmente Ignaki estaba mucho mejor dotado. Tras palparla en toda su extensión descubrió que sería incapaz de cubrirla ni siquiera usando ambas manos. Una sola idea pasó por la mente de Isabela en ese momento. Quería probar esa larga polla. Quería metérsela en la boca, saborearla, disfrutarla. Empujó suavemente a Ignaki para hacer que quedará mirando hacia arriba y se arrodilló junto a él para poder acceder sin problemas a su entrepierna. Terminó de bajar el bóxer sin demasiados problemas y acercó sus labios al suculento manjar que tenía ante sus ojos.

Isabela comenzó besando los huevos de su amante, lamiéndolos, mojándolos con su saliva, metiéndoselos en la boca y succionando de forma lasciva. Los gemidos de placer de Ignaki la excitaban cada vez más. Cuando cada milimetro de los testículos del que en esos momentos era su hombre estaban lamidos y relamidos, Isabela se dedicó en cuerpo y alma al erecto miembro que tenía ante sí. Repasó con su lengua toda la extensión lubricándolo con su propia saliva. Pasaba la lengua por el glande pajeándole con una de sus manos mientras con la otra masajeaba los huevos. Los gemidos de Ignaki se aceleraban y cuando Isabela no pudo más se metió la polla en la boca intentando llegar lo más profundo posible. La longitud del miembro era tal que era incapaz de meterse más de la mitad en la boca, así que mientras subía y bajaba la cabeza pajeándole con los labios, continuaba acariciándolo con las manos.

Ignaki bajó ambas manos hasta agarrar a Isabela de la cabeza, interrumpiendo sus lascivos lametones, obligándola a moverse, acercando los labios de ella a los suyos. Los dos amantes se besaron explorando con sus lenguas la boca del otro, haciéndolas enredarse, haciendo que pelearan entre ellas por conquistar cada húmeda parcela del terreno que allí se disputaba. En aquella guerra sin cuartel, que se libraba entre paladares, las lenguas, cual soldados bien entrenados, no hacían prisioneros. Ignaki pudo notar el sabor de sus fluidos en los labios de su amada mezclados con el propio sabor de la saliva de ella.

-Ven, ponte aquí, así preciosa, así.- Dijo Ignaki mientras conducía cariñosamente a Isabela a la posición en la que deseaba tenerla.

Isabela quedó tumbada, extendida en la cama con las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo observando el techo, dejando hacer a su experimentado amante. Tanto ella como su marido solo habían estado el uno con el otro, sabían perfectamente lo que su pareja quería y buscaba. Pero Ignaki había estado con cientos, incluso miles de mujeres. Era un amante extraordinario, conocía formas de proporcionar placer a una mujer que Isabela ni siquiera podía imaginar. Pero estaba dispuesta a descubrir esa desconocida faceta de su amigo.

Ignaki se alzó y deslizó las manos por los muslos de Isabela enganchando las braguitas de ella con sus experimentados dedos y haciéndolas bajar hasta despojarla totalmente de su prenda intima. Ahora ya estaban ambos enteramente desnudos, ella tumbada, totalmente a su merced y él, de rodillas, a su lado, contemplándola, reteniendo cada imagen en su memoria. Ignaki no quería olvidar nunca aquella escena, Isabela, con el tiempo, rogaría poder borrar todo aquel recuerdo hasta que no quedara rastro alguno. Ignaki, desde su posición privilegiada, bajó la cabeza, arqueando la espalda, hasta que consiguió besar los labios de su amada. Isabela reaccionó de forma inmediata, contestando al contacto de su amante. Ignaki dejó que Isabela le besara durante unos instantes para acto seguido separarse de los labios de ella, dejándola con la boca entreabierta y la lengua perdida. Ignaki desplazó la cabeza lentamente, centímetro a centímetro, recorriendo con la lengua todo el cuerpo de Isabela, acariciando con sus labios aquella piel como si de ambrosía se tratara, deleitándose con cada pequeño desnivel, deteniéndose en cada mínima imperfección, besando cada una de las abundantes pecas que cubrían su cuerpo. Isabela gozaba como no lo había hecho nunca mientras sentía a su amante degustándola. Ignaki había conseguido excitarla más de lo que se había excitado nunca y aún no había rozado para nada su sexo.

Ignaki cambió de posición para ponerse de rodillas sobre Isabela, rodeándole las caderas con sus piernas, haciendo que su miembro erecto rozara el ombligo de su amante mientras agachaba la cabeza para lamer con tesón sus pechos. Ignaki apoyó los codos sobre la cama para poder acariciar las tetas de su amada con ambas manos mientras los lamía y mordisqueaba a su antojo. Ahora Isabela, que tenía unos pechos extremadamente sensibles, gemía de forma descontrolada, suspirando y jadeando como si fuera incapaz de dar una sola bocanada de aire. La mujer llevó sus manos a la cabeza del hombre que la hacía gozar de aquella manera para dirigir sus movimientos. Ignaki no opuso resistencia cuando las manos de Isabela le conducían y únicamente se dedicaba a controlar el ritmo de su lengua, de sus labios y de sus dientes, lamiendo, chupando y mordiendo donde su pareja le indicaba. Isabela notaba sus pechos totalmente húmedos por la saliva que su amante esparcía por ellos.

Ignaki luchó para librarse de la presión que sobre él ejercía Isabela, revolviéndose entre sus manos para liberar la cabeza de aquellos senos esculturales. Ya le había dedicado demasiado tiempo a aquella parte de su cuerpo, ahora tenía otra cosa en mente. Isabela protestó al sentir que sus pechos quedaban desatendidos pero en cuanto sintió a su amante enterrándose entre sus piernas su protesta se convirtió en un suspiro. Ignaki comenzó besando la cara interna de los muslos de Isabela, pasando su lengua y jugueteando con sus dientes por la tersa piel de ella. Isabela gemía de forma descontrolada y casi comenzó a gritar cuando Ignaki dio el primer lametón a su sexo. El amante pasaba la lengua por toda la zona vaginal lamiendo los labios externos, introduciéndose entre los labios internos, intentando alcanzar lo más profundo de la mujer a la que ahora poseía. Ignaki lamía el coño de Isabela en toda su extensión, tragando con deseo el dulce néctar que lo embadurnaba. Cada pocos segundos pasaba la lengua por el clítoris de su amada que estaba absolutamente inflamado, provocando un suspiro en cada uno de los lametones.

Isabela estaba absolutamente empapada. Sus flujos mezclados con la saliva de su amante impregnaban sus muslos y se desparramaban sobre la fina sabana que cubría la cama. Posó sus manos sobre la cabeza de Ignaki y le empujó fuertemente contra ella mientras movía las caderas desesperadamente, aumentando con cada embestida el placer que sentía. Isabela arqueó la espalda alcanzando un éxtasis placentero como no había conocido nunca. Un inmenso calor empezó a inundarla, ascendiendo de lo más profundo de su ser hasta extenderse por toda ella. Sus manos se abrían y cerraban espasmódicamente, la piel se le erizaba bajo el contacto de las manos del hombre, la espalda y las caderas se movían descontroladas y de repente, llegó la explosión. Isabela jadeó, suspiró y gritó mientras alcanzaba el orgasmo más placentero de su vida. Ignaki continuó lamiendo sin detenerse durante varios segundos prolongando el placer de la mujer todo lo que ella le permitió. Absorbiendo hasta la última gota de su jugo, paladeándolo, degustando como el manjar que era. Cuando los gritos de Isabela volvieron a convertirse en suspiros Ignaki separó sus labios de ella y se preparó para introducirse en su interior.

-Ahora te voy a dar lo tuyo.- Susurró Ignaki acercándose a su oreja y mordisqueándola.

-Pero… pero ponte condón, por favor.- Jadeó Isabela de forma entrecortada.

-¿Para qué? Si no te puedes quedar embarazada.

-No es por eso, has estado con muchas mujeres, no quiero…

-Tranquilízate, estoy totalmente sano, no voy a pegarte nada raro.

Isabela no estaba muy convencida, pero no se sentía con fuerzas para discutir nada, sólo quería seguir disfrutando. Y confiaba en su amigo. En esos momentos confiaba más en él de lo que había confiado en nadie. Si Ignaki le hubiera dicho que el cielo ardía en llamas, que los océanos hervían y que la tierra se resquebrajaba tras las ventanas de aquella habitación, ella no lo habría puesto en duda ni por un segundo. Así que no dijo nada, simplemente abrió las piernas para ofrecerse a su amante. Ignaki no desaprovechó la ocasión y se puso en posición frente a ella. Cogiendo su duro miembro con la mano se dedicó a restregarlo por la húmeda parte externa del coño de ella golpeándola con suavidad con el glande. Después, con suavidad buscó el orificio que la mujer le ofrecía y comenzó a presionar. La polla de Ignaki se fue introduciendo lentamente mientras los labios vaginales la abrazaban, lubricándola, dilatándose para absorber aquella maravilla, permitiéndola entrar en lo más hondo de su ser. La polla de Ignaki llenó por completo el interior de Isabela que sentía el miembro rozando contra las ocultas paredes de su vagina.

Ignaki comenzó a mover las caderas, entrando y saliendo de las profundidades de Isabela, penetrándola una y otra vez mientras se fundían en un beso interminable. La unión entre ambos amantes era perfecta, él dentro de ella, recorriéndose con las manos, fundiendo sus lenguas en aquellas bocas hambrientas de placer. Tanto para Isabela como para Ignaki aquella era su primera vez, como si de metafóricos adolescentes se trataran disfrutaron de la nueva experiencia. Ella nunca había practicado sexo sin sentimiento y para él era la primera vez que realmente le hacía el amor a una mujer.

Ignaki golpeaba con más fuerza en cada una de las embestidas e Isabela se excitaba más y más cada vez que se sentía penetrada. A los pocos minutos de brutales acometidas comenzó a contorsionarse de nuevo sintiendo como los placeres del orgasmo la volvían a invadir. Isabela clavó las uñas en la espalda de su amante, arañando sin control mientras se arqueaba gimiendo y gritando. La sensación era indescriptible, notaba como sus jugos escurrían de su interior cada vez que Ignaki la embestía brutalmente. El orgasmo volvió a golpearla de nuevo subiendo por todo su interior, haciendo que hasta los pelos de la nuca se le erizaran. Isabela rodeó con fuerza a su amante con los brazos y las piernas mientras convulsionaba salvajemente. El orgasmo se prolongó durante más tiempo del que Isabela era capaz de recordar. Y después su cuerpo cayó flácido, como sin vida. Como si de una muñeca de trapo se tratara quedó tendida sobre la cama, inerte, dejando que su amante continuara entrando y saliendo de ella sin interferir. Dejándose hacer. Pero Ignaki tenía otros planes. Detuvo sus movimientos haciendo que Isabela protestara, pero fue inmisericorde y atendió a sus suplicas.

-Ahora tú. Ahora me vas a cabalgar. Es tu turno.- Dijo Ignaki casi como si de una orden se tratara.

-¡No, sigue así, no!- Protestó la mujer.

Ignaki no se anduvo con contemplaciones, agarró fuertemente a su amante y rodó para que ella quedara encima de él. Isabela comprendió que no tenía opción y decidió que ya que debía hacerlo lo haría bien. Poniendo morritos, fingiendo enfado, cogió la polla de Ignaki y la guió hasta hacerla entrar bien dentro de ella. Sólo cuando la notó tan dentro como pudo meterla se acuclilló y apoyándose en las manos comenzó a subir y bajar todo su cuerpo para continuar con aquel sensual baile de dos. Ambos amantes gemían y resoplaban de forma descoordinada mientras se fundían el uno con el otro. Isabela notó como se volvía a sobrexcitar por el roce de la polla de su amigo contra su interior. Nuevamente comenzó a sentir la deliciosa sensación que la recorría desde la cabeza a los pies. Estaba alcanzando su tercer orgasmo. Mientras movía las caderas de arriba abajo, de forma circular, hacia delante y hacia atrás, notó como Ignaki se tensaba, como sus resoplidos aumentaban de ritmo y sus gemidos se volvían más y más fuertes.

Isabela se corrió por tercera vez agitándose salvajemente sobre su amante, intentando no detenerse para que su amigo alcanzara el éxtasis que ella disfrutaba. Ignaki notó como los espasmos de Isabela le aprisionaban el miembro en el interior de la mujer y no pudo soportarlo más. Ignaki eyaculó abundantemente en el interior de su amada mientras ambos gemían y jadeaban en un estado de éxtasis. El abundante semen que Ignaki expulsaba a borbotones se mezclaba con los jugos de la mujer y escurría por el miembro erecto extendiéndose por la entrepierna de él impregnando las sabanas.

Permanecieron un buen rato así, abrazados, ella con la polla de él, que poco a poco iba perdiendo su firmeza, todavía dentro, mientras la mezcla de jugos y semen continuaba chorreando de su interior y bajaba por la verga de su amante. Una vez pasada la excitación, mientras el calor de la lujuria iba desapareciendo Isabela fue consciente de repente de lo que había pasado. La mujer se apartó despacio de su amante y se recostó en la cama lateralmente, dándole la espalda. Él se puso detrás de ella y le pasó el brazo por encima, abrazándola, haciendo que sus cuerpos volvieran a entrar en contactó. Isabela no protestó. Volvía a estar sumida en un mar de dudas. Ninguno de los dos volvieron a hablar sumergidos como estaban en sus propios pensamientos. Ignaki estiró de la sabana arrugada liberando el trozo que aún permanecía prisionero bajo sus cuerpos y la extendió tapando tanto a sí mismo como a su amada. Ignaki no tardó en dormirse, sonriente, pletórico, feliz. Había sido un gran triunfo. Por fin la había alcanzado esa victoria tan largamente perseguida. Isabela no durmió en toda la noche. Permaneció las largas horas en vela, sintiendo el contacto de su amante a su espalda. A veces llorando, a veces solo pensando. A diferencia de Ignaki, Isabela estaba triste, decaída, arrepentida. Aquello no debía haber sucedido. Estaba mal.

Guillermo giró la llave y abrió la puerta de su apartamento. Entró en la cocina, más por costumbre que por otra cosa y abrió la nevera para descubrir que su mujer no le había dejado nada. El no solía comer mucho, pero Isabela siempre le dejaba un plato en la nevera y al día siguiente lo reprendía severamente si no había acabado con su contenido. Cogió un bote de cerveza del frigorífico por lo demás casi vacío y se sentó en el sillón de la sala mientras encendía la televisión. Un par de tragos de cerveza más tarde se levantó de la butaca, apagó el televisor y se dirigió a la cocina, vaciando en la pila el contenido del bote que sostenía Era una tontería, lo sabía, pero echaba de menos a su mujer. Si casi nunca coincidían. Y tan sólo estaba en casa de Ignaki. Su amigo la cuidaría, tenía plena confianza en eso. ¿Dónde iba a estar mejor que en casa de Ignaki? Pues allí con él. Tumbada en la cama. Protestando cuando él la despertaba para darle las buenas noches al tumbarse a su lado. En un arrebato de locura estuvo a punto de volver a bajar, coger el coche y presentarse en casa de su amigo. Pero no lo hizo. Simplemente se metió en el baño, se duchó, se lavó los dientes y se metió en la cama extrañamente vacía ajeno a todo lo que aquella noche había sucedido.

-Buenas noches, mi vida. –Dijo, pero no había nadie allí para oírle.

***

Isabela pegó un largo trago de la botella de Bourbon y la depositó en el suelo, junto al sofá. No había consuelo para ella. Había engañado a su marido y matado a su amante. Lloró angustiada mientras pensaba que podía hacer. Y además… Pero no. Era imposible. No podía ser. No podía estar embarazada. Ella era estéril. Se había hecho todas las pruebas posibles durante años y los médicos habían sido tajantes. No podría concebir nunca. Pero tenía un retraso importante en su periodo. Y ella nunca se retrasaba. Isabela lloró pensando donde estaría su marido en estos momentos. Deseaba verle, hablar con él, pedirle perdón, rogarle que volviera a su lado. Pero Guillermo estaba detenido, y ella no podía hacer nada. Pasó la mano por su vientre mientras las lágrimas escurrían por sus mejillas. No estaba embarazada, no era posible. Debía ser una coincidencia. La tensión, el dolor, el miedo. Eso debía ser. No podía haber otra explicación a su retraso. Era imposible que estuviera embarazada.

Ojalá nunca hubiera subido a aquel taxi, pensó, ojalá nunca hubiera ido a casa de Ignaki, ojalá nunca se hubiera dejado llevar, ojalá nunca le hubiera besado. Pero no tenía sentido pensar en lo que pudo ser y no fue. Ahora tenía que pensar en lo que debía hacer.

Continuará...

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